Fotografías: Javier Valenzuela

Hacer teatro musical con ideas propias e inspiradas solo en la producción nacional, es un gran desafío. Por eso la apuesta del Teatro Nescafé de las Artes se felicita y agradece de embarcarse en tan magna empresa. Solo la condición de soñadores de los gestores de esta idea y, como ellos mismos reconocen, se sintieron algo contagiados con la locura de la obra, permitieron instalar un hito histórico en la escena criolla.

El estreno de “1985, el año…” mostró momentos brillantes en la construcción coreográfica de una alta excelencia a nivel internacional. Las manos de Andrés Cancino y Cat Rendic, coreógrafos responsables, más la sabiduría de Maitén Montenegro, marcaron, particularmente, en los cuadros grupales, un alto estándar que se reconoce y se agradece. De gran belleza escénica y rigor de interpretación.

Las canciones son otro punto alto de la puesta en escena. Hay un par de ellas que debieran estar girando en las programaciones musicales de los medios y las redes sociales.

Las interpretaciones músico-actorales tuvieron puntos altos en los actores Nathalie Nicloux y Santiago Tupper, así como Jacob Reyes (es el más aplaudido en el estreno), Sofía Galleguillos y todo el elenco en general.

Sin embargo, el desafío y el ánimo fundacional en la escena nacional no son suficientes para estar a la altura de que resultado resulte del todo redondo. A la obra le faltó “teatro”. Les penó Aristóteles y el viejo método de entender que la presentación de personajes requiere más profundidad; que el desarrollo de la trama adoleció de un relato, de una historia, que solo se cierra al final. Eso hizo menos creíble el discurso teatral.

Y esta columna vertebral no resolvió tampoco el manejo de muchos personajes, que no se reconocieron claramente. Se atropellaban uno a otros y no era necesario. Se diluye el foco de la historia central y se reduce solo a anécdotas que no suman. No siempre lo mucho es amigo de lo bueno. Eso se refleja también en el manejo de la iluminación (muchas veces sobre iluminada), en el sonido sobrecargado y en el vestuario. La diferencia se nota, al cierre de la obra, cuando los chicos aparecen con un vestuario que lo distingue uno del otro (y que se valora por su rigor de época). La escenografía de los reconocidos Cuervo Rojo tampoco dio en el clavo. Esclavizó el escenario a dos planos y con una pantalla digital que va perdiendo su sentido, porque equivoca la atmósfera. El fondo negro del escenario solo redujo el espacio teatral. Nunca se siente la época de más de tres décadas atrás.

Y falto una Obertura, que es parte del código del montaje de las obras del teatro musical. Con tan hermosas canciones, el inicio de la obra es clave para disfrutar la obra.

Pero a no equivocarse. Lo mostrado por el talento de Maitén Montenegro y su compañía es un tremendo aporte al teatro chileno, que debemos exigirles, que tienen el talento de sobra y porque funda un hito en este 6 de noviembre de 2018, “el año que reinventamos el teatro musical chileno”.

Felipe De la Parra Vial

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