El libro del Maestro Miguel Abascal «Piti» da cuenta de la trascendencia de Ramón Andreu en el ámbito de la Estudiantina mundial, en su reciente libro de vivencias, en una edición póstuma: «Recuerdos de un Tuno Complutense. El niño del gato“.

El libro del maestro Miguel Abascal «Piti», abre sus recuerdos de momentos compartidos con Andreu, hace 13 años, como fue su becación oficial de la Tuna de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

A continuación,  publicamos dos textos que muestran la valorización del trabajo y obra de Ramón Andreu en el libro comentado de parte del Maestro «Piti» Abascal.

Homenaje a Ramón Andreu

El Espasa da, entre otras acepciones de la palabra homenaje, la de juramento  solemne de fidelidad, hecho a un rey o señor. También reconocimiento, reverencia, acatamiento, advirtiendo que el empleo de homenaje Enel sentido de tributo de admiración pública a un hombre esclarecido, es de origen francés y nada propio del idioma castellano. Pues, con todo el respeto, esta acepción es la que más conviene a los hechos en que nos vamos a basar. El homenaje del que vamos a hablar es el que se le tributó a un hombre de prestigio, fama, reputación, respeto y consideración, gloria, honra y honor, llamado Ramón Andreu Ricart, noble por sus hechos, esclarecido por su fama y persona buena donde los haya por su enorme y bondadosa condición humana.

A un hombre al que adornan estos atributos hay que darle no uno, sino todos los homenajes del mundo, porque todos serán merecidos, justos y reconocidos.

Y así fue como una mañana acordamos ochos amigos reunirnos en un comedor de la Hostería del Estudiante de la Universidad de Alcalá de Henares en torno a Ramón y a su siempre recordada esposa Silvia, para que Ramón prestase el juramento que todos los tunos de Derecho Complutense hemos efectuado cumpliendo todos los pasos que el rito requiere: probar la sopa, realizar el juramento, obligándose a cumplir todas las promesas que en él e contienen, doblar la rodilla ante la madrina, su queridísima Silvia, para que ésta le imponga la beca y le de a continuación dos obligados besos dulces e ilusionados pues un tuno chileno estaba accediendo a una de las Tunas de más prestigio de una de las más prestigiosas Universidades del mundo, la Complutense en su seno de Alcalá de Henares de donde irradió con luz propia sus enseñanzas al mundo.

El momento fue solemne, emocionante, formal e íntimo.

Comimos con alegría. La ocasión lo requería. Informamos a Ramón y Silvia de que realizar el juramento en esas fechas no era lo habitual, pero teníamos que aprovechar su estancia en España para que un tuno del prestigio de Ramón Andreu ingresase en la Orden del Mester de Tunería y quedase grabado su nombre con letras de oro por sus enormes méritos, sus notables hechos y como se dice al principio por su enorme y bondadosa condición personal.

 

El gesto de Ramón Andreu

No sé si los grandes escritores que en el mundo han sido, antes de empezar a escribir sobre aquello que su negocio les indicara han estado en suspenso un rato, grande o chico, hasta que la inspiración ha dejado de jugar y, consciente de sus obligaciones, ha descendido a tomar posesión del caletre del pobre sujeto que con una pluma, un bolígrafo o un ordenador se pone manos a la obra y aporta al mundo el fruto de su trabajo, que le ha salido por derecho, torcido, algo que no hay quien entienda o una brillante página que hará palidecer a aquélla que comienza “la del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan gallardo, tan altivo, tan contento de verse armado caballero, etc., etc. …”     Porque es el caso que yo, mí, me, conmigo,  quiero escribir una página que sea la más bonita que pueda tener este libro, pues bello, hermoso, ideal y sublime fue el gesto que quiero narrar y que debe quedar en los anales de la Tuna para conocimiento de tunos, aviso de pardillos y enseñanza para veteranos. No es la narración de un accidente, es el gesto de un AMIGO que se llama Ramón.

La cosa fue la siguiente: El 4 de noviembre de 2010, día de mercadillo en la plaza de mi pueblo (Chiloeches), me encontraba esperando ante la sartén de un churrero con la sana intención de llevarle a mi mujer una docena de churros que le calentara algo la fría mañana, que, como diría Rafa Cava, estaba pajarera. Pero la aparición en la escena de un malhadado camión dio al traste con la voluntad del churrero de echar la masa en el aceite de la  sartén y mi plausible intención de llevarle a mi santa los tiernos y crujientes churros que resultaran de la operación. Todo lo contrario. El resultado fue que el camión, con uno de sus espejos laterales embistió con tal fuerza al artefacto de los churros, que, en una cadena de despropósitos, dio conmigo en el suelo, de lo que recibí un fuerte golpe en la cabeza, se vació encima de mí el aceite de la sartén (bien caliente), perdí las gafas y por allí no apareció ni el Ángel de la Guarda, ni siquiera un delegado, sólo dos gitanos, Dios los bendiga, que cogiéndome  con fuerza de los brazos me incorporaron inmediatamente. El churrero lloraba. Yo intentaba calmarlo, diciéndoles que la culpa no era suya, que estuviese tranquilo y en tan corto espacio de tiempo, el aceite que fue más rápido que todos nosotros a me había quemado la pierna derecha y cuando llegó al tobillo se ramificó por el pie buscando una salida. Como no la encontró, porque el zapato se lo impedía, se dedicó a morder muy a su sabor todo lo que encontraba. Llamaron a Araceli (Susana), que bajó desencajada, me metieron en el coche  de Juan de Dios y a toda velocidad me llevaron al Servicio Médico del pueblo.

Los que estaban cerca de desastre pensaron que me había atropellado el camión, otros pensaron que me había caído encima el artefacto de los churros y los más próximos(los que vieron volar el sartén) se preguntaban si el aceite me había quemado la cara, la orejas o el alma. Pues mire usted, de todo un poco.

Yo estaba tranquilo y tranquilicé a Susana, porque, aunque quemado, estaba entero. En el Centro Médico comprobaron que tenía quemaduras en el 35% de mi cuerpo. Me limpiaron (estaba rebozado en tierra y aceite), me curaron y tanto dolorido por el golpe en la cabeza y en el codo, que lo utilicé para amortiguar la caída, me llevaron a casa. Luego, fuimos al hospital Universitario de Guadalajara, por si de la cabeza, por el golpe, había mejorado. Vano empeño, estaba igual. Vino a verme el churrero, se marchó tranquilo, el pobre y recuperé las gafas.

Por  más vueltas que le dábamos no acertábamos a explicarnos cómo pudimos encontrarnos en aquél desbarajuste de cielos y tierra, que no habíamos buscado ni hubiéramos deseado que nunca se produjera. Pero aquello sucedió y no había más que armarnos (armarme) de paciencia para todo lo que tuviera  que venir después. Cuando la gente, amigos, familiares, gente del pueblo tomó conciencia de la dimensión de la lesión (una hermosa herida en toda la pierna, con quemaduras de primero, segundo y tercer grado) y en otras partes del cuerpo, y la  noticia poco a poco se fue conociendo, el móvil echaba humo de las llamadas recibidas tras las que quedaban los interlocutores admirados, sorprendidos y asombrados de que todavía siguiese con vida. Susana y yo éramos los que más nos alegrábamos, pues a pesar de las curas que ponían espanto en el ánimo más templado, yo aguantaba estoico, imperturbable, sufrido y resignado. No despegué los labios durante los meses que duraron las curas ¡qué podía hacer!

Ingresado en el Hospital de Guadalajara, me llevaron al quirófano para practicarme dos injertos, que felizmente prendieron y así fueron transcurriendo los días bajo la atenta mirada de la doctora Margarita González Rodríguez Acero. Como agradecimiento a ella y a todos los profesionales de su equipo y a los de Chiloeche (Guadalajara), escribí una carta que publicaron, a pesar de que era extensa, en el periódico Nueva Alcarria.

Y aquí bien el gesto de Ramón Andreu. Estaba en Chile, donde reside, y Manolo Pérez Galiana le comunicó la “ardiente” noticia. Ramón no tardó ni un día en decidir que tenía que venir a España y ver a su amigo, Piti, del que le habían llegado unas noticias inquietantes y dicho y hecho. Tomó un avión, llegó a Barcelona y al día siguiente en un AVE que tiene parada en Guadalajara-Yebes se presentó en dicha estación, a donde me llevó José María, mi cuñado. Y allí estaba Ramón. Yo con mi pata chula y dos muletas, emocionado, y él con los ojos brillantes por el encuentro. El abrazo que nos dimos se debió de oír en la Puna de Atacama. Ambos nos miramos y nos reconocimos. Del encuentro, el beneficiado era yo ¡tenía ante mí a Ramón Andreu Ricart!¿Quién viene desde el Pacífico a la Alcarria para darle un abrazo a un amigo? Un amigo ¡pobre de mí! que no había  hecho nada por él, porque el tiempo y la distancia me lo habían impedido. Y a pesar de ello cruza medio mundo para comprobar cómo estaba el churrascado de una pierna que cayó en el lugar equivocado, aunque peor hubiera sido que el aceite o la rueda del camión hubieran avanzado un metro más. Dejémoslo así. Demos gracias al Gran Arquitecto del Universo porque ordenó que las esferas se detuvieran en aquel momento. Pero el momento más grande fue el abrazo que nos dimos en la estación de ferrocarril de Yebes en donde, andando el tiempo, pondrán una placa que lo inmortalice.

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