NASHVILLE — Tengo la piel del color de una violación. Mi negritud morena clara es testimonio viviente de las reglas, las prácticas y las causas del Viejo Sur.

Para quienes quieren recordar el legado de la Confederación, los que quieren monumentos, bueno, entonces, mi cuerpo es un monumento. Mi piel es un monumento.

A los confederados muertos se les honra en todo el país: con estatuas privadas caricaturescas, solemnes monumentos públicos e incluso en los nombres de las bases del Ejército de Estados Unidos. Me fortalece y me anima ser testigo de las protestas contra esta práctica y el creciente clamor de los servidores públicos serios y apartidistas para remediarla. Pero todavía existen quienes, como el presidente Donald Trump y el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, son incapaces de entender la diferencia entre reescribir y replantearse el pasado. Yo digo que no se trata de “alterar” la historia, sino de añadir una nueva perspectiva.

Soy una mujer negra, sureña, y todos mis antepasados blancos inmediatos eran violadores. Mi propia existencia es una reliquia de la esclavitud y de Jim Crow.

Según la regla de la hipodescendencia (la práctica social y jurídica de asignarle a una persona de raza mixta genética la raza con menos poder social) soy hija de dos personas negras, nieta de cuatro personas negras, bisnieta de ocho personas negras. Si retrocedemos una generación más, las cosas se complican y se tornan más siniestras. Como cuenta la historia que se repite en mi familia, y como me han permitido confirmar las modernas pruebas de ADN, soy descendiente de mujeres negras que eran sirvientas domésticas y hombres blancos que violaban a sus empleadas.

Es una realidad extraordinaria de mi vida que biológicamente soy más de la mitad blanca y, sin embargo, no hay ninguna persona blanca en mi genealogía en la memoria viva. Ninguna. Blancura. Voluntaria. Más de la mitad de mi ser es blanca y nada de eso fue consensuado. Los hombres blancos sureños, mis antepasados, tomaron lo que querían de mujeres que no amaban, sobre las que tenían un poder extraordinario y luego no reconocieron a sus hijos.

¿Qué es un monumento sino un recuerdo permanente? Un artefacto para hacer tangible la verdad del pasado. Mi cuerpo y mi sangre son una verdad tangible del sur y su pasado. Los negros de los que provengo eran propiedad de los blancos de los que provengo. Mis antepasados blancos lucharon y murieron por su Causa Perdida. Y ahora pregunto: ¿quién se atreve a decirme que los celebre? ¿Quién se atreve a pedirme que los acepte en sus pedestales?

No pueden desestimarme por no entender. No pueden decirme que no fueron los miembros de mi familia los que lucharon y murieron. Mi negritud no me pone del otro lado de nada. Me ubica directamente en el centro del debate. No solo vengo del sur. Desciendo de los confederados. Por mis venas corre sangre azul gris rebelde. Mi bisabuelo Will fue criado con la conciencia de que Edmund Pettus era su padre. Pettus, el histórico general confederado, el gran dragón del Ku Klux Klan, el hombre por el que el Puente del Domingo Sangriento de Selma, Alabama, se llama de esa forma. Así que no es una persona ajena la que hace estas demandas. Soy tataranieta.

Y debo decir que hay muchas cosas del sur que me resultan valiosas. Hago lo mejor que puedo enseñando y escribiendo aquí. Sin embargo, hay un peculiar modelo del orgullo sureño que ahora, por fin, debe tenerse en cuenta.

No es un orgullo ignorante sino desafiante. Es un orgullo que dice: “Nuestra historia es rica, nuestras causas están justificadas, nuestros ancestros están más allá de todo reproche”. Es un anhelo de grandeza, si se quiere, un deseo de volver a tener un cierto tipo de memoria estadounidense. Un recuerdo digno de un monumento.

Pero esta es la cuestión: nuestros antepasados no merecen su orgullo incondicional. Sí, estoy orgullosa de cada uno de mis antepasados negros que sobrevivieron a la esclavitud. Se ganaron ese orgullo, según el criterio de cualquier persona decente. Pero no estoy orgullosa de los antepasados blancos que sé, por mi propia existencia, que actuaron mal.

Entre los apologistas de la causa sureña y de sus monumentos, hay quienes se olvidan de las dificultades del pasado. Imaginan un mundo de amos benévolos y hablan con lágrimas en los ojos de la gentileza, el honor y la tierra. Niegan las violaciones en las plantaciones, o las justifican, o cuestionan el grado de frecuencia con el que ocurrieron.

A esas personas es mi derecho decir: yo soy prueba de ellas. Soy prueba de que cualquier otra cosa que el sur pudiera haber sido, o pudiera creerse que es, fue y es un espacio cuya prosperidad y sentido del romance y la nostalgia se construyeron sobre la penosa explotación de las vidas negras.

La versión soñada del Viejo Sur nunca existió. Cualquier monumento fabricado de esa época y en ese lugar dice, cuando mucho, la mitad de la verdad. Las ideas e ideales que pretenden honrar no son reales. Para aquellos que han aceptado estas fantasías: ahora es el momento de volver a examinar su postura.

O han estado ciegos a una verdad que la historia de mi cuerpo los obliga a ver, o de verdad quieren honrar a los opresores a expensas de los oprimidos y, por fin, deben reconocer su interés emocional en un legado de odio.

De cualquier manera, digo que los monumentos de piedra y metal, los monumentos de tela y madera, todos los monumentos hechos por el hombre, deben caer. Desafío a cualquier sureño sensible a defender a nuestros antepasados ante mí. Literalmente, estoy hecha de razones para despojarlos de sus laureles.

Caroline Randall Williams es autora de Lucy Negro, Redux y Soul Food Love y escritora en residencia de la Universidad de Vanderbilt.

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