EL ALEPH QUE YO AMO

El Aleph que yo amo escribió en el agua y sin embargo dejó una huella indeleble que marcará a fuego a los peces del futuro.

El Aleph que yo amo fue perseguido, prohibido, apresado y torturado. Muchos de sus integrantes fueron exiliados y John McLeod es un detenido desaparecido junto a Julieta Ramírez, madre del director, dramaturgo y actor Óscar Castro. Y sin embargo nunca ha dejado de existir y hoy tras 40 años de vida en Francia ha renacido en Chile en La Cisterna, en el corazón de un barrio popular como el teatro que profesa.

El Aleph que yo amo escribe en plural y lo que es creación de uno es de todos, porque es producto del colectivo que comparte la vida y de las experiencias que se viven y descubren en común.

El Aleph que  yo amo cree que el teatro es un rito inherente a la especie humana y cualquier miembro de la humanidad es capaz de realizarlo, compartirlo y enriquecerlo con el contacto mutuo, y cualquiera que tenga algo que decir puede hacerlo desde un escenario  al público, que es todo aquel al que dirige su mensaje. No hay iluminados ni vacas sagradas, no hay públicos más aptos que otros, lugares preferentes ni audiencias eruditas que merezcan más que los empleados de una industria, los obreros de una construcción o los comerciantes de una feria.

Los actores del Aleph aunque se profesionalicen no hacen de su profesión el centro de la vida. Más bien es la vida el corazón palpitante de su profesión.

El Aleph que yo amo es el que hace teatro popular, no por sus temáticas sino por su raigambre. No habla de los oprimidos, ni de los sindicatos, ni de las luchas de su pueblo (temas fundamentales que muchos dramaturgos  y actores han honrado y reflejado con valor, coraje y compromiso), sino que expresa con un  lenguaje poético y con un reconocible e inigualable sentido del humor los sueños, los dolores y las pequeñas victorias de la gente.  Es un espacio que hace realidad una de las conquistas más trascendentales de la especie humana y la pone al alcance de las personas comunes y corrientes, de los vulnerables y los olvidados: su derecho a soñar.

Oscar «Cuervo» Castro, director de Aleph.

CREACIÓN COLECTIVA, SIGNOS DE UNA ÉPOCA, PASIÓN DE JUVENTUD.

¡Cuidato… ahí va un melón! – gritó desde bambalinas el Loco Marinello, así, con “t” como remarcando su ancestro italiano y lo lanzó al centro del pequeño escenario de Lastarria 90. Como un resorte, la decena de jóvenes que llenábamos el espacio conversando a viva voz, interrumpimos nuestra charla y nos lanzamos desde todos los puntos hacia el centro del escenario, intentando evitar que el melón cayera y se hiciera trizas en el suelo.

Lo logramos. Ahí estaba el melón balanceándose en medio de las manos de todos, intacto. Un melón imaginario, claro está, que fue lanzado por la mente de Marinello – hoy uno de los fotógrafos más gravitantes de nuestro país y maestro de generaciones – y recibido por el Cuervo, la Anita, el  Watusi, el Viruta, la Marietta, el Richi, la Pelá, el Manson, el Eduardo, El Ecuador, el Alex y el Pedrito.

Cada uno tenía en su cabeza un melón diferente en tamaño, color, olor y sabor, pero era el mismo melón sostenido firmemente por todos. Y con el transcurso del tiempo, de tanto tocarlo, pasarlo y mirarlo, el melón se fue haciendo único, del mismo tamaño para todos y todos fuimos sintiendo el mismo olor, sentimos la misma textura opalina del melón tuna y evocamos el mismo sabor en nuestras bocas. Para todos, el fruto tenía al fin la misma identidad.

¿Qué importancia puede tener un melón para un proceso creativo? Fuera de servir para amenizar una velada al rasparlo con vino, ninguna. Pero si extendemos el concepto y  a la manera de Ortega y Gasset  consideramos que el melón es él y sus circunstancias, la cosa cambia.

Porque ese melón, que ni siquiera tenía existencia física más allá de nuestras mentes – a estas alturas convertidas en imaginación colectiva -,  se convertía en un  reflector central de la acción y en un pretexto para el surgimiento de la más amplia gama de acontecimientos, emociones, relaciones y  consecuencias.

Su procedencia, su destino, su condición, su distribución, su significado y su permanencia. ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? Sin necesidad de formularlas, las preguntas estaban allí y cada uno respondió sin más respuesta que la sucesión de reacciones espontáneas, improvisadas y automáticamente interconectadas.

Lo que sucedió fue nada más – y nada menos -, que una escena de 20 minutos de ir y venir, dar y recibir,  en que cada uno creó un personaje, puso en el colectivo su interés personal, su punto de vista, su derecho y su expectativa, y los defendió con ahínco. Es decir, se puso en marcha el motor de la progresión dramática.

Sin saberlo, supimos lo que era el equilibrio precario cuando el melón saltaba incierto en medio de esa multitud de dedos inseguros evitando la caída y creamos un punto de giro cuando alguien preguntó “¿qué cresta hacemos con el melón?”.  Y ahí surgió en todo su esplendor, su majestad, el conflicto.

Y cuando hubo vencedores y vencidos, propietarios y proletarios (la propiedad siempre ronda en medio del conflicto), bastó un pequeño cálculo mal hecho, una acción mínima de algún perdedor resentido o el exceso de confianza de un ganador circunstancial,  para que el magnífico melón –  la drupa de la discordia -, se escapara de las manos como el agua entre los dedos y se hiciera añicos contra el suelo. Se hizo pedazos, pedazos imaginarios claro está, pero igualmente desastrosos e inservibles.  Un desenlace en que se perdió un melón, pero en el que surgieron pequeñas perlas invaluables de emociones, enfrentamientos, grandezas y miserias de la condición humana.

Esa vez fue un melón, pero en otras ocasiones cayó sobre el escenario un viaje inesperado, una muerte súbita, un cumpleaños feliz.  También la soledad, el desamor, la injusticia, los sueños y la literatura, que junto a la cannabis era la droga más consumida por los jóvenes de entonces.

La creación colectiva era la forma de poner en sintonía la imaginación de decenas de mentes en ebullición, en torno a un acontecimiento común. Y la acción dramática era el modo de desarrollo del devenir de ese acontecimiento impulsado por la imaginación activa.

Quizás hay una relación directa entre el método de creación colectiva y el Chile de la Unidad Popular, o al menos con su sueño. La mayoría del país quería ser colectivo, todos imaginaban un país en que no solo fuera imposible vivir sin el otro, sino que fuera indispensable vivir con el otro. Nunca tuvo más sentido que en esos tres años la preciosa idea central que Humberto Maturana formuló años después: la de ver al otro como un legítimo otro.

La creación colectiva no fue una búsqueda, fue un descubrimiento, cuando entre lectura y lectura de textos de repertorio, descansábamos nuestras mentes y nos divertíamos con ejercicios libres de improvisación a partir de circunstancias dadas. Automática e inconscientemente, cada cual adoptaba un rol, un punto de vista, un objetivo y un carácter y se iniciaba un juego creativo múltiple en que quien intervenía le echaba más pelos a la sopa, doblaba la apuesta y subía la intensidad del desafío. Habíamos descubierto sin querer la tensión dramática y nos gustaba llevarla a su máxima expresión.

Y cuando cansados de leer obras y textos que no nos gustaban o que no reflejaban contenidos que nos interesaran, nos dimos cuenta de que habíamos acumulado una impresionante cantidad de piezas, escenas y situaciones a partir de la improvisación y que, desplegándolas a todas sobre el tapete, tenían una conexión formal y temática evidente.  Descubrimos con sorpresa que allí estaba lo que queríamos decir y en la forma que nos era propia y compartida por una generación de jóvenes ansiosos por decir a los cuatro vientos su verdad.

Así nació “¿Se sirve usted un cóctel molotov?”, una explosiva combinación de situaciones dramáticas, humor y transiciones que fue la primera obra de autoría alephiana. De ahí en más, el Aleph se transformó en uno de los grupos teatrales que, junto al ICTUS,  más se identificó con la creación colectiva.

Como el método era esencialmente libre, la construcción de las obras del Aleph fue caleidoscópica y, a la manera de un rompecabezas, debían calzarse piezas de muy distinta forma, naturaleza y contenido.  Para hacerlo, las escenas, situaciones y gags eran clasificadas en dos grandes grupos: locuras y plusvalías.

Las locuras eran generalmente escenas breves, de transición y con un importante predominio humorístico agudo y a veces absurdo. En tanto que las plusvalías eran escenas de mayor complejidad cuyo contenido reflejaba los valores, posiciones y denuncias que nos interesaba instalar en el espectador. Sin ser didácticas, las plusvalías eran las depositarias del “mensaje” que el Aleph lanzaba urbi et orbi, con humor, fuerza y desparpajo.

Así por ejemplo, un personaje se cruzaba con un desconocido y tras mirarlo intensamente a los ojos lo indicaba con el dedo profiriendo en voz alta “¡Usted me cae mal!”. Y el atónito interpelado, una vez repuesto del impacto se enfrentaba a otro transeúnte al que encaraba con otros sonoro “¡Usted me cae mal!”. Y así sucesivamente hasta que el conjunto de actores de la compañía miraba fijamente al público, cada cual fijaba los ojos en un espectador y bajaba del escenario a interpelarlo con un cada vez más intenso “¡Usted me cae mal!”, generando una batahola generalizada en que actores y público se entrelazaban en un coro ininteligible de reproche mutuo en que el “¡Usted me cae mal!” se replicaba por todos los rincones de la sala y continuaba fuera de ella hasta la calle.  Esa era una locura.

Y acto seguido, en el escenario vacío ingresaban dos actores, uno trepaba ágilmente a los brazos del otro y se producía un diálogo en que el de arriba veía el mundo color de rosa y el de abajo daba cuenta del abuso y la injusticia. La contradicción y el conflicto no eran solo de texto, sino que se evidenciaban en el comportamiento físico y en el estado de ánimo de los personajes: mientras el que estaba arriba se movía cada vez con mayor comodidad y entusiasmo, quien lo cargaba en brazos flaqueaba abrumado por el peso y era víctima de la frustración y el desamparo. Hasta que en el clímax, el cargador sacando fuerzas de su propia flaqueza dejaba caer al alegre sostenido, que veía cambiar drásticamente su hasta entonces fantástico destino y contemplaba impotente desde el suelo la liberación de su sostén. Esa era sin duda, una plusvalía.

Y así, entre locuras y plusvalías rítmicamente entrelazadas, al Aleph ponía en escena todo aquello que quería decir y entregar a un público que se convertía en un receptor activo de una visión de mundo ante la cual, nadie quedaba indiferente.

Tan colectiva fue la creación del Aleph de los 70, que no había autor en todo el sentido del término; es decir, nadie se hacía cargo de la autoría y, aunque parezca increíble, ninguna de las creaciones colectivas del Aleph hasta 1974, fue escrita. Todo quedó guardado en la mente de los jóvenes de entonces, en fragmentos escritos en servilletas del Black & White o del Café Universitario, en relatos a medias tipeados en viejas máquinas de escribir o en pautas a plumón en carteles que se pegaban en camarines para recordar el orden de las escenas.

Sergio Bravo, autor de los dos textos.

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