El asesinato del descuartizado de Quilicura, que conmovió a la opinión pública en febrero de 1973, y que nunca fue aclarado por la policía, da pie a Max Valdés Avilés para construir esta novela que va más allá del puzle policial y se entronca en la gran novelística capaz de reflejar un mundo, una época, una sociedad y un amplio arsenal de personajes cada cual con sus propios problemas que trascienden al tiempo.

El descuartizado, del cual se encontró primero el tronco en las vecindades de la vía férrea al llegar a Quilicura, y más tarde la cabeza desfigurada y las piernas, mas no las manos, no consiguió ser identificado con la tecnología de entonces. Hoy no sería problema, mediante el ADN, pero hace más de cuarenta años la policía solo contaba con las huellas digitales para establecer la identidad de una víctima. Se concluyó, sin embargo, que debía de tratarse del español Paco Muñoz, quien residía en un departamento a la entrada de Matucana, con su esposa inválida. La mujer fue encontrada días más tarde en la tina de baño de su domicilio. Había sido asesinada.

Están claros los antecedentes para una historia policiaca de atractivo mayor. Pero hay más. Y el autor supo bucear en el mar proceloso que era el país a comienzos del 73. Y lo entrega en sus páginas que plantean la visión de un caos que superó con creces un par de homicidios misteriosos. Porque siete meses más tarde, a principios de septiembre, los crímenes iban a contarse por decenas, cientos y millares, y los funcionarios encargados de investigarlos iban a ser destinados más bien a cometer los suyos. Del caso del descuartizado no se volvió a hablar.

Hasta ahora que lo rescata este libro formidable en que Valdés ha acopiado una cantidad impresionante de información, proveniente de archivos judiciales y policiales, de informes periodísticos y de su propia investigación con testigos y protagonistas de aquel entonces en que él ni siquiera había nacido.

La novela se edifica en torno al amor del narrador, profesor de lenguaje y aspirante a escritor, con una hermosa joven que prepara su tesis para recibirse de abogado. Entre ambos van adentrándose en el caso de los dos homicidios, que quedó entre paréntesis tras el golpe militar, y a cuyo autor, o autores, pretenden identificar y entregar a la justicia, a despecho del tiempo transcurrido, que les asegura la impunidad por prescripción del delito.

El relato se mueve en múltiples direcciones. No hay una voz única que dé cuenta de los hechos a medida que transcurren. Se suceden informes, noticias y recuerdos de ayer, mezclados con las expectativas de los jóvenes investigadores para su presente y aun su futuro. Aparecen personajes de  uno y otro tiempo, viven y añoran sus propias opciones, desaparecen y vuelven a surgir cuando el interés de la trama los requiere.

De hecho, el libro comienza con un  niño de diez años, a quien su madre envía a casa de su padre no para pedirle nada, sino para “exigirle lo nuestro”.  El padre es Paco Muñoz, quien nunca reconoció a la criatura, fruto de sus relaciones con una antigua empleada de sus negocios. Muñoz se casó más tarde con una española, pero no tuvieron hijos. Y la madre del chico estaba convencida de que le correspondía parte de la fortuna que había amasado el español, quien estaba próximo a viajar a Ecuador, porque la tensa situación política chilena, si bien se prestaba para que hiciese pingües negocios en el  mercado negro, le alteraba los nervios.

He ahí el comienzo. ¿Y el final? Solo vamos a decir que está a la altura del resto del libro. Un libro que, en el libro mismo, todavía no existe. ¿Cómo se entiende entonces? Bueno, hay que leerlo, y resultará claro como el agua.

Antonio Rojas Gómez, escritor, periodista y crítico literario

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