Una mujer leía en su habitación de Book and Bed, una librería de Tokio que también ofrece otros servicios como cafetería y alojamiento, el 14 de septiembre de 2018. Credit Kim Kyung-Hoon/Reuters.

Yo he visto cosas que ustedes nunca hubieran podido imaginar. Una librería que te regala una cerveza cuando vas a recoger el libro que le has encargado, más allá del desierto de Amazon. He visto relámpagos iluminar la Conspiración de la Pólvora a través de la Puerta de Tannhäuser. He dormido en un hotel librería de Tokio.

Y todo eso no se perderá en el tiempo, como lágrimas en la lluvia, porque es lo que voy a contar con muchos más ejemplos precisamente en este artículo.

Krishna Gowda —dueño de Bookworm de Bangalore— se ha hecho famoso entre los escritores de la ciudad india porque recomienda sistemáticamente sus libros y les cuenta qué han opinado sobre ellos los lectores de los que se va haciendo. El prescriptor, en efecto, es siempre un intermediario que genera una red social. Y el medio natural de una librería es su barrio y su ciudad, donde se da lo que ahora se llama comercio de proximidad.

Ante la competencia desproporcionada que suponen Amazon y el resto de empresas de venta de libros y otros objetos por internet, esos conceptos se han vuelto esenciales para la supervivencia de las librerías. Seleccionar, mediar, aproximar, en formas creativas que seduzcan a los lectores y los conciencie de la necesidad de apoyar a sus librerías.

“No tenemos servicio de compra en línea, pero si nos pides un libro, como no podemos enviártelo a casa, te invitamos a una bebida. Es decir, como decimos en broma, en lugar de cobrar gastos de envío, te invitamos a una copa”, me cuenta por mensaje de audio Javier García del Moral, de la librería The Wild Detectives de Dallas. Amazon no te paga una cerveza ni tiene sentido del humor.

Todos los libros de la librería bar han sido elegidos con extremo cuidado, en el marco de la iniciativa 100 % Vetted Books. “Invitamos a escritores, editores, a buenos lectores amigos, gente de confianza, a que nos envíen listas de libros que deben estar en una buena librería”, añade el librero de origen español. “Es con esa base de datos con la que configuramos el cuerpo de la selección, donde hay muy pocas novedades, todos los títulos o los hemos leído nosotros o han sido leídos por alguien a quien conocemos en persona”. Cada lector encarna, así, su propio e intransferible algoritmo.

Credit Rebecca Smeyne para The New York Times.

Tom James y Dustin Ngo se casaron el 17 de junio de 2017 en el Rare Books Room de la mítica librería Strand de Nueva York. Aunque probablemente ellos se sintieron superespeciales, en realidad formaban parte de una tendencia del mercado casamentero, que ha encontrado en las librerías, las bibliotecas y las casas de escritores el marco ideal para formalizar ese contrato amoroso e indefinido.

En el vigésimo aniversario de la película de Hugh Grant y Julia Roberts —que se cumple este año—, la Notting Hill Bookshop de Londres ha recibido decenas de solicitudes para albergar bodas. Las librerías se han revestido de un aura romántica, a causa de su aspecto pintoresco (tan adecuado para el formato Instagram) y de las novelas y las películas superventas que las han retratado como espacios donde las almas solitarias y los corazones rotos reciben epifanías eróticas, inyecciones de consuelo, amigos para siempre.

También se han popularizado en el mundo anglosajón las sesiones de citas rápidas en librerías: el amor a primera vista puede nacer tanto de la atracción física como de la respuesta a la pregunta “¿Cuál es tu libro favorito?”. Al fin y al cabo, para las parejas de amantes de los libros hay un día tan memorable como el de la primera cita, el inicio de la convivencia, la boda o el del predictor positivo: el de la fusión —o no— de las respectivas bibliotecas.

La cadena japonesa Book and Bed ha sabido hacer de la necesidad una virtud: si el hotel cápsula tiene mala prensa, mejor disfrazarlo de librería (con la ayuda en la selección —o, en dialecto hípster, “curación”— de Keibunsha). Pasé una noche en uno de sus hoteles librería de Tokio y es —como el crucero de David Foster Wallace— una de esas cosas supuestamente divertidas que no volvería a hacer. Pero tengo que decir que, cuando cerré a medianoche la cortina negra de mi cubículo, había huéspedes leyendo en los sofás, bajo la luz tenue, sin más compañía que un té o una cerveza; y cuando me desperté a las ocho de la mañana, otros los habían remplazado, junto al humo de sus tazas de café.

Las ofertas de alojamientos en librerías crecen día a día, como lo hacen las narrativas que idealizan los mundos librescos. En el Reino Unido, la tierra de la tierna Notting Hill y de la pastelosa La sociedad literaria y el pastel de patata encontramos Booklovers, que es el bed and breakfast de The Sanctuary Bookshop de Lyme Regis; o The Open Book, que alquila un apartamento en Wigtown, Escocia, y te permite trabajar como librero durante tu estancia (me pregunto qué ocurrirá cuando los ingenuos clientes descubran que además de recomendar libros y que leer, hay que cargar cajas, quitar polvo e introducir aburridísimos datos técnicos en el ordenador).

Wigtown es un pueblo librería, por cierto: los paraísos de los #BookLovers (bibliófilos), otro concepto en expansión. Pero no es uno cualquiera, sino el que encontró Jessica Fox en Google cuando buscó “librería de libros leídos en Escocia”. Decidió dejar su trabajo en el Departamento de Comunicación de la NASA y vivir en una librería escocesa. Se enamoró. Lo demás no es silencio, sino un libro titulado Three Things You Need to Know About Rockets, que ella misma está adaptando como película. Ambos románticos, por supuesto, ya veremos si dulces, empalagosos o hipoglucémicos.

El pasado 8 de julio falleció el librero punk Michael Seidenberg, que durante muchos años regentó Brazenhead Books, una librería clandestina ubicada en un apartamento bohemio de Manhattan.

Se ha vuelto muy común la metamorfosis de hogares en librerías camufladas. En Buenos Aires encontramos incluso un pequeño fenómeno de contagio: en el barrio de Villa Crespo se encuentra Mi Casa y Gould; en Palermo, La Vaca Mariposa; en Colegiales, Libros del Vendaval; y en Paternal, la Librería Casera.

El gran problema de todos estos proyectos —como puede adivinarse— es Google Maps, que no te pregunta si quieres ser o no una librería secreta antes de revelar tu ubicación exacta.

Pero el espíritu de las librerías no solo se traslada hacia los interiores privados, también lo hace hacia los locales vecinos y públicos. Un ejemplo modélico de cómo tejer una red de complicidades entre comercios cercanos lo brinda A Capella Books de Atlanta, que organiza presentaciones, lecturas y firmas de libros tanto en la propia librería como en bibliotecas, hoteles, centros culturales, teatros… o el bar del barrio (el Wrecking Bar, que ya forma parte de mi imaginario privado).

Las alianzas pueden ser incluso interurbanas, como ocurre en La Conspiración de la Pólvora, el pacto de caballeros que permite que se encadenen presentaciones de libros —durante tres veladas consecutivas— en las librerías Letras Corsarias de Salamanca, Intempestivos de Segovia y La Puerta de Tannhäuser de Plasencia. La iniciativa —que ha mejorado considerablemente la vida cultural de las tres pequeñas ciudades españolas— mereció en 2016 el Premio Nacional de Fomento a la Lectura.

En Gould se imparten lecciones de piano; en A Capella Books se reúne un club de lectores de primeras ediciones de libros firmados; en Linguae, de Girona, se puede aprender a cocinar en alemán, italiano, francés e inglés; Hares & Hyenas, de Melbourne, es café y librería durante el día y local de actuaciones en vivo por las noches; Porter Square Books alberga una residencia de escritores locales en Cambridge, Massachusetts; la recién renovada Pynchon & Co. de Alicante, programa catas de vino y talleres de caligrafía; y Nollegiu ofrece paseos literarios por Barcelona (y convoca regularmente al club Jameson para comentar, al calor de un vaso de whisky, los más extensos clásicos de la literatura universal, desde el Tristam Shandy hasta el Ulises, pasando por nueve obras de Shakespeare o el Quijote).

Las librerías de todo el mundo refuerzan su dimensión académica y corporal, ofreciendo experiencias de convivencia, aprendizaje y placer que son imposibles en el entorno digital.

La librera más envidiada del mundo tal vez sea Aimée Johnston, que fue seleccionada entre innumerables candidatos para gestionar la pequeña librería del Soneva Fushi, uno de los complejos hoteleros más exclusivos del mundo (una media de 2000 dólares la noche). Entre sus ocupaciones —por supuesto— se encuentra la organización de clubes de lectura, de talleres de escritura y de sesiones de biblioterapia. No se me ocurre contexto más terapéutico que las islas Maldivas.

Credit Deidre Schoo para The New York Times.

Jan Smedh —de The English Bookshop de Upsala— me cuenta que a menudo llegan a la librería los hijos de los clientes habituales para que les digan “qué libros les regalan a sus padres para su cumpleaño o para Navidades”. Y que “muchos de esos lectores compran a ciegas cualquier recomendación que les hagamos en su librería de cabecera”.

Aunque en muchas librerías del mundo se estén recomendando libros por Twitter o por WhatsApp, se estén ofreciendo actividades o cursos que nunca antes habían tenido lugar en una librería o se estén ensayando tácticas de seducción totalmente inéditas, debajo de todas esas iniciativas laten las constantes de siempre, las que convierten a las librerías en librerías, como la recomendación personalísima o el conocimiento de los gustos de los sospechosos habituales.

No hay más que recordar todo lo que ocurrió entre las paredes de la Shakespeare & Company original de Silvia Beach entre 1919 y 1941 para entender que estamos ante nuevas versiones de viejos clásicos. En la librería de la rue de l’Odéon convivieron la venta y el préstamo de libros, las exposiciones, los recitales de música vanguardista, las lecturas y las tertulias, la edición del Ulises de Joyce (quien usó el local como espacio de cotrabajo o coworking), las visitas de Hemingway y los Scott Fitzgerald (para quienes la librería también era un bar) y el alojamiento improvisado en su sofá (bed sin breakfast).

El periodista Philippe Lançon cuenta en El colgajo que la mañana del atentado terrorista en la redacción de Charlie Hebdo él llevaba sus libros en una bolsa de tela que le había regalado el escritor colombiano Héctor Abad en la librería Palinuro de Medellín. “Siempre me han gustado las librerías pequeñas en las que los libros viejos lo invaden todo, al punto de parecer que le roban espacio al aire”, dice Lançon, porque en ellas tiene, dice: “La impresión de que nada malo podrá sucederme entre sus cuatro paredes: un laberinto sin angustias ni amenazas”.

De todos los elementos que se entremezclan en la fórmula de las librerías, quizá esa seguridad sea lo más importante en estos momentos. Mientras que en internet estamos cada vez más expuestos, en ellas nos sentimos a salvo; mientras que frente a las pantallas nos sentimos cada vez más aislados y deslocalizados, en ellas nos hablamos y nos miramos y nos tocamos, en el marco de un pueblo o de un barrio.

La realidad, a través de las plataformas y los algoritmos, ha cambiado monstruosamente de escala. Desde la perspectiva de un servidor en la nube, somos una colección de datos subatómicos, una microconstelación de puntos casi insignificantes; por eso necesitamos ir a bares, a museos o a librerías, para recuperar el cuerpo a cuerpo y nuestro propio y relativo sentido.

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here