Siete mil arañas construyen una red nocturna y gigantesca. Dieciocho colonias de arácnidos de la misma especie tejen un resumen de esa red de redes que es el universo. Lo hacen en la obra Instrumento Musical Cuasi-Social IC 342 construido por 7000 arañas Parawixia bistriata, del artista argentino Tomás Saraceno. Un proyecto que une la zoología, la música, la astronomía y el arte contemporáneo para presentar una metáfora viva de la inteligencia colectiva.

O para recordarnos que las inteligencias no tienen que ser necesariamente humanas. La ciencia ha demostrado que, además de artesanas asombrosas, las arañas son estrategas flexibles; es decir, que son capaces de desarrollar nuevas estrategias para resolver problemas inéditos. Sí: estudian y aprenden.

En El ingenio de los peces, Jonathan Balcombe resume un experimento científico en el que se comparaba la capacidad de aprendizaje de los peces limpiadores y de los simios. Si empezaban a comer del recipiente azul, el rojo se eliminaba; si empezaban por el rojo, el azul permanecía. Los peces obtuvieron mejores resultados.

“El hecho de que los peces superen a los primates en una tarea mental es otro recordatorio de que el tamaño del cerebro, el tamaño del cuerpo, la presencia de piel o escamas y la proximidad evolutiva a los seres humanos son criterios con poco fundamento para calibrar la inteligencia”, concluye el autor del libro y director del Departamento de la Sensibilidad de los Animales en el Humane Society Institute for Science and Policy.

Un robot llamado “Pepper” atendía a los clientes de una tienda de Microsoft, en Boston, el 21 de marzo de 2019. Credit Steven Senne/Associated Press

Tras aceptar que los primates superiores se comunican de un modo complejo y tienen acceso a la representación simbólica, ahora ha llegado el momento de asumir que otras especies animales —cada una a su modo, que no es el modo humano— son capaces de pensar y de sentir.

Todos tenemos en mente abrazos de chimpancés y gorilas con sus cuidadores o estudiosos, pero debemos comenzar a incorporar a nuestro imaginario escenas como la que cierra El alma de los pulpos, de Sy Montgomery. “Suspendida boca abajo, Octavia nos ofreció sus blancas ventosas, que nosotros acariciamos, y entonces nos agarró la punta de los dedos”, leemos. “Octavia permaneció en la superficie durante unos cinco minutos, abrazándonos, probándonos, recordándonos”. Octavia, por supuesto, es un pulpo.

A partir de los trabajos de su creador, el profesor y escritor Jorge Wagensberg, Cosmocaixa ha clasificado en su exposición permanente las inteligencias de la siguiente manera: nulas (seres inertes), rígidas (la mayor parte de los seres vivos), flexibles (como la de los pulpos), adaptativas (como las de los perros), simbólicas (como las de los gorilas o los humanos) e inteligencias artificiales.

Pero a juzgar por los avances en neurología animal y vegetal incluso las taxonomías más abiertas pecan de conservadoras. No solo estamos incorporando a muchos de los seres vivos que clasificamos en la categoría de inteligencias rígidas en la de inteligencias flexibles; estamos expandiendo nuestra definición de ser inteligente.

Una demostración de gafas de realidad virtual durante la Feria de la Industria de Hannover, Alemania, el 1 de abril de 2019 Credit Jens Schlueter/EPA, vía Shutterstock

Hasta ahora solo la reconocíamos en la forma de un cerebro que regula un sistema nervioso. Es decir, a partir de la idea del sistema centralizado. La investigación en las formas en que los árboles, las palomas mensajeras, los bancos de peces o los arrecifes coralinos procesan la información y resuelven sus problemas nos ha conducido a otras formas de concebir lo inteligente. Y no es casual que esas formas ya no sean verticales (centralizadas), sino horizontales (en red).

“Traté de imaginarme una nueva ciencia ambiental que no se basase en el mundo que nosotros deseábamos tener en compañía de las plantas, sino más bien en una visión del mundo de las plantas en que nosotros tuviésemos un lugar”, escribe la influyente bióloga Hope Jahren en La memoria secreta de las hojas.

Durante la mayor parte de su existencia el ser humano estuvo volcado hacia un afuera dominado por dioses de tamaños diversos: milenios de teocentrismos paralelos y sucesivos. La historia de la subjetividad, de los mundos interiores, es muy reciente: apenas los últimos tres o cuatro siglos del antropocentrismo, del “pienso, luego existo”, del ensayo, de la epistolaridad o el diario íntimo, de la física newtoniana que se resiste a abandonar nuestros cerebros.

Con el Antropoceno y el códigocentrismo del siglo XXI la escala ha vuelto a cambiar, del yo a la red, del individuo a la globalización, del ciudadano a la Nube. Hemos vuelto a ser exteriores. Desaparecen las cartas y los diarios íntimos; y la ciencia moderna eclipsa la figura del creador único: “pensamos, luego existimos”.

Credit Editorial Ariel

En una de las salas de Cuántica, la exposición sobre ciencias complejas y prácticas artísticas que puede visitarse en estos momentos en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, se recuerda que Newton formuló la teoría de la gravitación universal; Maxwell, las ecuaciones del electromagnetismo; y Einstein, la teoría de la relatividad; pero que “la mecánica cuántica, en cambio, es producto de un trabajo colectivo”, cuyos fundamentos fueron construidos conjuntamente por Planck, Einstein, Bohr, Heisenberg, Schrödinger, Born y muchos otros.

Se trata de “una sutil catedral intelectual” que no para de crecer. La computación cuántica, los algoritmos o los aceleradores de partículas son mucho más que herramientas, son auténticos aliados en la edificación de esa catedral que están levantando conjuntamente los seres humanos y las inteligencias artificiales.

“Un árbol, pues, se parece mucho más a una colonia de abejas o de hormigas que a un animal tomado por separado”, dice Stefano Mancuso en Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal. Y a continuación nos recuerda que internet y las redes sociales se caracterizan por “propiedades emergentes, típicas de los superorganismos o las inteligencias de enjambre”.

La certeza de que ya es imposible avanzar sin esa alianza cíborg, aunada a la lógica evolutiva que nos obliga a imaginar un futuro en que las máquinas serán intelectualmente superiores al hombre, ha hecho que en nuestro volcarnos hacia lo exterior hayamos reconocido otras formas de inteligencia a las que nos liga la biología.

La ecología entra en una nueva época con la conciencia de que hemos cambiado industrialmente el planeta y con la certeza de que las plantas, los animales y las máquinas también perciben, también aprenden, también piensan —a su manera, tan difícil de traducir a parámetros humanos—.

Hace exactamente sesenta años que Stanisław Lem escribió Solaris, una novela que denuncia la incapacidad de los seres humanos para imaginar inteligencias radicalmente ajenas a la nuestra. Ahora que la ciencia ficción se ha convertido en el nuevo realismo comenzamos a entender que ese es uno de los cometidos de la tecnología más avanzada: descifrar los lenguajes de las otras redes que habitan el planeta, interpretar —como las siete mil arañas de Tomás Saraceno— las músicas que durante milenios hemos ignorado. La banda sonora del futuro.

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