El debate en torno al tiempo que pasamos frente a una pantalla generalmente conlleva una postura crítica: la experiencia digital es una costumbre desastrosa, similar a atascarse de papas fritas, apostar en una pelea de gallos o beber whisky en el desayuno.

Mientras tanto, los científicos sociales que intentan analizar los efectos psicológicos reales del tiempo que se pasa frente a una pantalla quedan entre la espada y la pared. Por un lado, es muy difícil encontrar un grupo de control de personas que vivan una vida libre de dispositivos digitales o algo cercano a eso. Los niños comienzan a utilizarlos desde temprana edad, y para cuando son adolescentes pasan seis horas al día o más frente a las pantallas, con celulares, computadoras portátiles y iPads, engullidos por el vórtice de Netflix, Hulu y Youtube.

Además, las medidas estándar como “el uso promedio de Facebook a diario” ahora son prácticamente irrelevantes. Pensemos en lo que una persona puede hacer durante el tiempo que toma esperar un autobús: enviar un mensaje de texto, ver un corto de comedia, jugar un videojuego, comprar boletos para un concierto, tomarse cinco selfis (cada una con distintos filtros graciosos).

Aprender cómo ese comportamiento le da forma a la experiencia de vida de un individuo requiere un enfoque totalmente distinto, uno que reconozca que el tiempo frente a las pantallas no es solo una costumbre, sino un estilo de vida. Eso argumentó hace poco un consorcio de científicos sociales y de datos en la revista Human-Computer Interaction. La frase “tiempo en pantalla”, señalaron, es demasiado amplia para ser científicamente útil; no captura ni remotamente el torrente siempre cambiante y fragmentado de imágenes que constituye la experiencia digital.

“Es muy ilógico decir a estas alturas que nadie sabe de verdad qué ve la gente en sus pantallas, aunque eso es un hecho”, dijo Byron Reeves, profesor de Comunicaciones en Stanford y uno de los autores del artículo. “Para entender qué está pasando, necesitamos saber qué es eso exactamente”.

Los investigadores han vinculado el tiempo diario que pasamos en plataformas específicas, como Facebook, con medidas de bienestar y salud mental. Sin embargo, para construir un entendimiento más convincente de los efectos de la experiencia digital, necesitarán mucho más, argumenta el diario. Los científicos deben espiar a la gente, digitalmente hablando, y registrar todo lo que ve, hace y escribe una persona en todos los dispositivos. Los investigadores llaman a este registro detallado un “pantalloma”, un término adaptado del concepto de “genoma”, el plano completo de la herencia genética de una persona. El pantalloma diario de cada individuo es igual de único, una serie secuencial e inconexa de pantallas.

“Lo importante es que tu pantalloma es tuyo, mi pantalloma es mío, y lo usamos para regular nuestras emociones, equilibramos los hechos con la diversión, de nuestro propia modo idiosincrático”, dijo Reeves, cuyos colegas en el artículo incluían a investigadores de la Universidad Estatal de Pensilvania, la Universidad de Boston, Apple y el Toyota Research Institute. “No estamos sujetos a que las empresas de medios organicen o dirijan lo que hacemos”.

Al argumentar a favor de desarrollar un enfoque como ese, los investigadores presentaron los pantallomas de varias decenas de personas, registrados con su consentimiento: capturas de pantalla tomadas con algunos minutos de diferencia durante periodos que iban de uno a varios días. Esos registros mostraron que las personas pasaban de una actividad en pantalla a otra continuamente, cada veinte segundos en promedio, y rara vez pasaban más de veinte minutos ininterrumpidos en alguna de ellas, ni siquiera para ver una película completa.

El pantalloma de una participante reveló en qué momento del día se concentraba más y cuando menos en el uso de su dispositivo, y dónde estaba durante esos periodos. El registro de otra persona dejó claro por qué dejó de leer un artículo noticioso acerca de una pareja que fue expulsada de un vuelo de United Airlines: visitó otro sitio para confirmar su propia reservación de United para un viaje próximo.

Quizá lo más fascinante fue que el artículo presentó gráficas con colores para identificar los pantallomas de treinta estudiantes universitarios, monitoreados a lo largo de cuatro días. Sus gráficas revelaron grandes diferencias en las actividades de las personas en sus dispositivos, así como en sus patrones de cambio de un tipo de actividad, como el correo electrónico, a otra, como el entretenimiento y las noticias. Algunas personas combinan breves periodos de trabajo con grandes periodos para ver películas y YouTube, por ejemplo; otras parecen pasar del correo electrónico al trabajo y los sitios de noticias de manera compulsiva.

Desde luego, estos patrones pueden variar día con día para cualquiera de nosotros. La pregunta más profunda para los investigadores, y una que no han logrado analizar fácilmente, es la manera en que estos patrones cambiantes le dan forma a la experiencia cotidiana. La desventaja del tiempo en pantalla excesivo que se cita más comúnmente es la aflicción o la depresión. En un estudio reciente, los investigadores liderados por Johannes Eichstaedt de la Universidad de Pensilvania analizaron (con permiso) la actividad de Facebook de 114 personas que fueron diagnosticadas con depresión. Por medio de algoritmos de aprendizaje automático, el equipo analizó el contenido de las publicaciones de los usuarios desde los meses y años antes de que recibieran el diagnóstico, y los compararon con las publicaciones de personas similares que no desarrollaron depresión.

El análisis halló diferencias en la frecuencia con que aparecían ciertos tipos de palabras. Las personas que después fueron diagnosticadas con depresión, por ejemplo, hablaban de sí mismos en Facebook con más frecuencia que las personas que no desarrollaron un problema con su estado de ánimo. El análisis, aunque fue pequeño según los estándares de los macrodatos, fue el primero en destacar el vínculo con los diagnósticos en historiales médicos, y consolidó las correlaciones previas entre el contenido del lenguaje en línea y las aflicciones.

“Se trata de un proceso bien documentado, que el sufrimiento generalmente hace que la persona se concentre en sí misma, mientras que el bienestar mental extiende el enfoque más allá del yo”, dijo Eichstaedt.

Los investigadores hallaron que, analizando el lenguaje en Facebook de esta manera, podrían predecir si una persona está a punto de ser diagnosticada con depresión aproximadamente el 70 por ciento de las ocasiones. “Ese es más o menos el índice que obtienes con los cuestionarios clínicos, y no hemos podido mejorarlo hasta ahora”, comentó.

Incorporar los pantallomas incluso de una muestra de personas que comenzaron a sufrir depresión pondría los datos de Facebook en un contexto mucho más rico, y quizá aclararía si la experiencia en línea en efecto afligió a las personas, y por qué. Quizá también revele patrones compartidos de uso en quienes se recuperaron de la depresión.

La relación entre el tiempo en pantalla y la personalidad es otra área de interés intenso para los investigadores. En un estudio de 2015, Dar Meshi, un neurólogo cognitivo de la Universidad Libre de Berlín, encabezó un grupo de investigadores que describieron los circuitos cerebrales que respaldan el impulso de compartir, y que probablemente están vinculados con niveles de uso de las redes sociales.

En este caso, reunir los pantallomas completos de por lo menos algunos usuarios asiduos de las redes sociales podría aclarar cómo la biología cerebral se relaciona con el uso de dispositivos. “Hay muchas muchas variables distintas que los dispositivos pueden registrar, no solo el contenido, sino la velocidad de uso, las costumbres con el teclado, la frecuencia del cambio de sitios”, comentó Meshi, que ahora está en la Universidad Estatal de Míchigan. “Sería tonto de nuestra parte ignorar estos comportamientos” como fuentes de datos.

Por ahora, el análisis de los pantallomas quizá sea atractivo principalmente para las personas atraídas por el autodescubrimiento biotecnológico, aquellas que envían su saliva a empresas de pruebas de ADN o usan dispositivos que dan seguimiento a sus pasos y a su ritmo cardiaco.

No obstante, si la idea se arraiga en las ciencias sociales, podría detonar un cambio fundamental en el tipo de preguntas que plantean los investigadores. “Saber qué tanto tiempo en pantalla es demasiado es el acertijo de una era pasada. Preguntar qué patrones de actividad del pantalloma son problemáticos, y para quién, es una mejor pregunta actualmente”.

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