Adam Dean para The New York Times.

BARCELONA — El amor inmortal solo puede encarnarse en células cancerígenas. En 2014, la artista Marta de Menezes y el científico Luis Graça introdujeron genes inductores de cáncer en sus células inmunes y enamoradas. Crearon así dos núcleos esenciales de vida, dos resúmenes de sí mismos, pero condenados a no poder interactuar, porque se rechazarían mutuamente. El precio de la inmortalidad es la soledad eterna, afirma la ficción —en forma de instalación artística— Inmortality for two.

En la mortal realidad, en cambio, nunca estamos solos. Porque vivimos en la simbiosfera.

Si la semiosfera es el universo de los signos y símbolos en que todos nos encontramos sumergidos, la simbiosfera es el de las relaciones biológicas y tecnológicas del que también es imposible escapar. Un espacio planetario de relaciones múltiples e incesantes entre organismos y objetos diversos, donde lo humano no es necesariamente central. Somos tan solo una de las cerca de nueve millones de especies de seres vivos que convivimos en la Tierra.

La pandemia, con su difusión masiva de imágenes microscópicas de virus, de infografías de cuerpos humanos en situaciones de contagio y de cuadrículas de Zoom, nos ha familiarizado con la representación de nuestras innumerables y constantes interacciones, con nuestra condición simbiótica. Hay distintos tipos de simbiosis, desde las que benefician a todas las especies que se relacionan entre sí hasta las parasitarias o las destructivas. El SARS-CoV-2 nos ha recordado con virulencia ese espectro y también que la Tierra no existe para ser nuestra granja, nuestra cantera o el hotel de nuestras vacaciones.

“La capacidad para el lenguaje, la ciencia y el pensamiento filosófico nos convirtieron en los administradores de la biosfera. ¿Poseemos la inteligencia moral para cumplir con esa tarea?”, se pregunta el escritor y biólogo Edward O. Wilson en Génesis. El origen de las sociedades. Hasta ahora la respuesta ha sido no.

Debemos empezar a imaginar futuros que no sigan los patrones de los últimos siglos —o de los últimos 12.000 años, desde el Neolítico—, que no confundan el progreso humano con la explotación de los recursos naturales y el imperialismo respecto a las plantas y animales. Para ello el ser humano tiene que entender que forma parte de la simbiosfera. Que el mundo no existe para su uso y consumo y que él mismo no es solo un sujeto ni un cuerpo, una unidad estática, sino un fenómeno de alianzas y relaciones, una mutación elástica.

La crisis ha hecho llegar a los medios de comunicación de masas esa realidad, que ya había sido explorada por una de las constelaciones más importantes del arte y las narrativas de este cambio de siglo: la de los autores y artistas que se han asociado con científicos e ingenieros para trabajar los intercambios biológicos o las hibridaciones cíborg. Para representar y comunicar la simbiosfera es necesario realizar previamente otro tipo de simbiosis: entre las ciencias y las artes, las tecnologías y las letras.

Eso es lo que hace, precisamente, el filósofo y curador inglés Timothy Morton, quien pone en conversación la ecología y la teoría de la ciencia con el cine y las artes visuales para analizar nuestras interdependencias. En Humanidad. Solidaridad con los no-humanos, escribe: “En el genoma humano hay un retrovirus simbionte llamado ERV-23 que codifica las propiedades inmunodepresoras de la barrera de la placenta. Usted está leyendo esto porque un virus en el ADN de su madre evitó que su cuerpo lo abortara espontáneamente”.

Desde ese momento inicial, toda vida humana se desarrolla en simbiosis. Aunque los individuos —como la propia palabra indica—, nos percibamos eminentemente como sujetos distintos y relativamente aislados, desde el parto sobrevivimos gracias a la alianza con otras personas, con otras especies y con diversas tecnologías. Nuestro cuerpo y nuestra identidad no son autónomas, sino tramas de seres y cosas que dependen los unos de los otros.

La ampliación brutal de la conciencia de que somos partes interconectadas de un todo, aunque sea hija de la hipótesis Gaia que James Lovelock propuso en 1969 —según la cual la biosfera se comporta como un sistema autorregulado—, ya no se inscribe en el contexto de la emergencia de la política ecológica o del pensamiento new age de las últimas décadas del siglo XX, sino en la conciencia y la asunción del Antropoceno, el nuevo orden climático y la digitalización del mundo en el siglo XXI.

Por eso el histórico acuerdo al que han llegado los países miembros de la Unión Europea, para la recuperación por el impacto de la COVID-19, privilegia la ayuda a los programas económicos que estén relacionados, precisamente, con lo digital y con la transición ecológica. Y —también por eso— no es casual que una de las filósofas más leídas y respetadas en estos momentos sea Donna Haraway, quien en 1983 publicó el Manifiesto Cyborg y en los últimos años ha desarrollado una teoría del parentesco multiespecies.

En la instalación biotecnológica Symbiome. Economy of Symbiosis, las artistas Saša Spačal y Mirjan Švagelj idearon en 2016 un ecosistema armónico donde se ayudan mutuamente una planta y una bacteria. Tres años antes, junto con Anil Podgornik, construyeron una cápsula de ciencia ficción capaz de conectar a seres humanos con hongos. Se trata solamente de dos ejemplos, entre muchos más, del tipo de investigaciones que se están llevando a cabo en el campo del arte contemporáneo. “El arte es pensamiento procedente del futuro”, dice Morton en Ecología oscura. Sobre la coexistencia futura. La normalización de esos relatos transhumanos en nuestros museos, libros y pantallas nos prepara para asumirnos como seres interdependientes, trenzados, conjuntos.

Más de cinco siglos después del “hombre de Vitruvio” de Leonardo da Vinci y cerca del cuarto centenario del “pienso, luego existo” de Descartes, ha llegado la hora de cambiar el círculo individual por la red y la esfera, por el ecosistema y la comunidad. Para asumir esa realidad simbiótica es preciso que el conocimiento humano naturalice sus propias simbiosis. Por eso necesitamos más que nunca a artistas de la hibridación, a narradores del Antropoceno, a pensadores contrabandistas de saberes distintos, que realicen síntesis epifánicas, como Wilson, Menezes, Graça, Spačal, Morton o Haraway.

Solamente las convergencias entre la ecología y la política, las ciencias y las humanidades, las tecnologías y las artes pueden conducir hacia nuevas maneras de entendernos como personas y como seres vivos, en entornos cada vez más y más complejos.

Jorge Carrión, colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria y del posgrado en Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales de la UPF-BSM. Su nuevo libro se titula Lo viral.

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