Desde hoy hay una butaca vacía en el teatro de mi corazón. Es la butaca de Lucho Sepúlveda, que desde siempre ha estado disponible para recibirlo con honores en cualquier función y en cualquier lugar donde nos junte la vida.

Mi amistad con Luis Sepúlveda es entrañable y se remonta a los tiempos en que Lucho todavía no era Luis Sepúlveda. Yo daba mis primeros pasos en las tablas, cuando un joven alumno del Instituto Nacional se convirtió en un visitante obligado de las funciones que nuestro recién formado Teatro Aleph realizaba todos los días en la vieja casona de Lastarria 90 que lo vio nacer. Un joven que como buen estudiante de la educación pública no tenía plata para comprar su entrada y que, entusiasmado con nuestra forma de teatro irreverente y libertario como él, aprovechaba el nulo control y la vista gorda que hacíamos, despreocupados del billete y enfocados en el inmenso amor al teatro.

Hasta que un día, como una medida de buena administración que no pasó de ser un fugaz saludo a la bandera, en el Aleph decidimos que había que poner fin a la chacota e instruimos a los chicos de la boletería que no iba a entrar nadie que no pagara su entrada, como en cualquier teatro decente que se hiciera respetar. Ese día por supuesto que llegó Lucho y más encima venía acompañado de una chica en la que había puesto todos sus empeños y a la cual quería impresionar invitándola a una obra del Aleph y a compartir con los actores después de la función. Una movida magistral en el juego del amor.

Fue la primera víctima de la nueva ley. No señor, la casa no da crédito. La chica abrió su cartera y juntando peso tras peso le alcanzó para una sola entrada. El Aleph se puso caritativo y haciendo una excepción aceptó el dos por una.

Ese bochorno que Lucho Sepúlveda se encargó toda la vida de echarme en cara cada vez que nos íbamos de copas, marcó una amistad que nos uniría para siempre, juntando nuestros destinos y haciéndonos cómplices de una historia que nos hermanó desde nuestros orígenes.

Los dos nacimos en provincia, él en Ovalle y yo en Colín, primera estación del ramal de Talca a Constitución, llegamos a Santiago y estudiamos en el Instituto Nacional; los dos con sangre mapuche, yo por mis ancestros picunches y él por el apellido Calfucura de su madre; él narrando la vida a través de sus novelas y yo representándola sobre el escenario; yo, haciendo teatro en las poblaciones y él acompañando al Presidente Allende en su cruzada por Chile; y los dos en el exilio, dos indios que atravesamos el océano para, en una vuelta de mano, conquistar Europa con la pluma y con el teatro, nuestras armas invencibles de la paz.

Para ser dos indios pájaros errantes migrando por el mundo, nos vimos harto. No tanto como quisiera, pero no perdimos oportunidad para hablarnos a distancia y menos para irnos de juerga y calentar la vida cuando ella nos dio la maravillosa posibilidad de reencontrarnos tantas veces, en su casa de Gijón en las Asturias, en la mía de París y en cualquier lugar donde nos juntó el oficio de contar historias.

Tuvimos también la suerte de trabajar juntos y vivir experiencias inolvidables, como cuando el Lucho, de paso por Paris, actuó en ʺLe Kabaret de la Dernière Chanceʺ, haciendo un personaje que escribí especialmente para la ocasión; o cuándo en Argentina actué en su película «Nowhere», conversando noches inolvidables y estrelladas bajo el cielo de Salta.

Vivimos juntos la aventura de la vida y, como todos saben, Lucho fue siempre un aventurero y trotamundos audaz y persistente, valiente y lenguaraz. Por eso cuando escribió ʺEl viejo que leía novelas de amorʺ, La «historia de una gaviota y del gato y que le enseñó a volar » y la zaga de cuentos y narraciones que pueblan su narrativa, no hizo más que sublimar sus propias historias que la vida le puso en el camino y que no le dejaron más opción que publicarlas para conquistar las difíciles cumbres de la literatura universal.

Sí, fuimos muy amigos. Por eso, cuando el 29 de febrero recibí la noticia del contagio, transformándose en uno de los primeros creadores víctimas de la pandemia, sentí como si fuera a mí mismo a quien internaban en el Hospital Universitario Central de Asturias y me mantenían en coma inducido luchando por la vida. Y hoy, cuando supe de su partida, fui yo mismo el que sentí como se escapaba el soplo de la vida en un viaje sin retorno.

Hoy tengo el corazón roto y la butaca vacía. Pero estará siempre reservada para cualquier día en que al Lucho de mi juventud y al Luis Sepúlveda de siempre le dé por escaparse de la inmortalidad y venir a darse una vuelta por el Teatro Aleph, donde por derecho propio, no paga.

ÓSCAR CASTRO

16 de abril de 2020

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