Para cambiar el mundo se necesita amar la Cultura, sentir las Artes y tener la infinitud como universo; el Patrimonio, como registro. Pensar en grande.
Eso aprendí de lo(a)s maestros y maestras del Teatro Experimental: soñar.
Hace 83 años, un 22 de junio de 1941, unos jóvenes venidos del sueño se subieron al escenario del Teatro Imperio y estrenaron La guarda cuidadosa, de Cervantes, y Ligazón, «esperpento» de Ramón del Valle Inclán. Pensaron en grande.
Una locura, un imposible, para la militancia gris del conformismo. Derrotaron la miopía del burócrata e hicieron más ancho el país que levantaba industrias y derrotaba el analfabetismo en la política de “gobernar es educar”. Cuando la hacienda pública no tenía límites en la Educación y la Cultura. Chile pensaba en grande.
Era el país donde flameaba la bandera de la cultura.
Esos estudiantes fundaron el teatro profesional, universitario, en una revolución que terminaba con los consuetas e inauguraba la dramática del mundo y del país. Se ponían de tarea el difundir el teatro clásico y moderno, formar una escuela, crear un ambiente teatral y presentar nuevos valores. Grabaron su compromiso en tinta a fuego en sus primeros carnés de fundadores, que les permitía ensayar en la Sala 16 de la Casa Central de la Universidad de Chile.
Ahí, en esos 4 puntos, levantaron la primera Constitución del Teatro de Chile.
Ese 22 de junio debería ser el Día fundacional del Teatro Chileno.
En alguna noche, en los aciagos días de la dictadura, María Maluenda, “Doña María”, me abrazaba por el amor por la cultura, que vencía los miedos y que se tomaba la Biblioteca Nacional; días en que se cantaba el himno nacional en las puertas de un estreno en el Municipal de Santiago; donde Neruda era la primera manifestación valiente – en su funeral, a días del golpe – y que reverberó en los caupolicanazos en los 80; en el domicilio indócil en que se organizaba todo Chile en una rebelión, en la protesta de una columna de folcloristas, teatristas, pintores, cantores, escritores y poetas, en la organización nacional del Coordinador Cultural.
Es necesario amar a las Artes para entender el sentido de la vida y de concebirla como el primer Derecho Humano.
¡Qué tiempos aquellos!
386 palabras para las Culturas, las Artes y el Patrimonio
Por eso duele escuchar y leer la Cuenta Pública del Ejecutivo que se limita a solo 386 palabras para definir su política cultural versus las 19.500 palabras para las otras políticas de gobierno, donde el Estado Policial supera con creces, -varios miles de palabras y medidas concretas- a la formación de un Estado Cultural.
Se promete, como un gran logro, predecir el aumento a un 1% el presupuesto para el MINCAP, cuando la Unesco sugiere tres veces más como mínimo. Ni hablar de los países que integran el Club de París.
Se promete el oro y el moro. Sin embargo, quedan pendientes un programa político para los trabajadores de las Culturas, las Artes y el Patrimonio; propuestas para el desarrollo artístico de los territorios y una política para las Pymes y mipymes culturales de los teatros, editoriales, escuelas artísticas, productoras, salas de exposiciones, entre otros.
Pareciera que la mirada subsidiaria de reemplazar al Estado vuelve a imponerse en su origen dictatorial. Deambula el espectro de la administración del “ministerio financiero” y de la concursabilidad, que siguen imponiéndose para los trabajadores, artistas populares y pequeños y medianos empresarios culturales. El asistencialismo pareciera ser la política para el sector.
De pronto, los artistas, los territorios y los emprendedores, compiten como ley, cultivando el individualismo, él cada uno se las rasca como pueda y entendiendo su hacer solo como un negocio.
Pedro de la Barra y el Che
La historia de estos fundadores del Teatro Experimental es un buen ejemplo a seguir. Su capacidad de pensar en grande y con pasión es, tal vez, la llave para construir una política cultural para Chile, sus trabajadores, los territorios y las empresas culturales.
Un buen organizador, un ministro de poner el universo arriba de las tablas fue, sin duda, su director, Pedro de la Barra, quien además impulsó la formación del Teatro de la Universidad de Concepción y del Teatro de la Universidad de Chile de Antofagasta.
La última vez que estuve con él fue en 1974. Ese mediodía almorzó en la casa de mis padres y se fue a despedir para su regreso a Venezuela, donde vivía su exilio, creando el teatro universitario en Caracas.
Me pidió que lo acompañara a tomar la micro y en el trayecto me contó una historia fantástica. Me reveló que había escondido al Che Guevara en su casa en Antofagasta, en los días en que el guerrillero heroico soñaba con la liberación de Bolivia. Historia que guardó en secreto, incluso con sus más cercanos colaboradores antofagastinos, como lo pude constatar años después.
Me regaló una historia única y que ¡por cierto! atesoré por muchos años. Tuve la fantasía que, a lo mejor, él habría entrenado al Che para construir su personaje de “médico uruguayo” en el rigor del dramaturgo Stanislawsky. Que lo habría caracterizado de un hombre calvo y de mayor edad.
Cuando viajaba de regreso a Venezuela, en barco (tenía pánico a los aviones), se enteró de la luctuosa noticia del asesinato de su hijo Alejandro junto a su compañera, Ana María Puga Rojas, quienes fueron acribillados por agentes de la DINA cuando iban al jardín infantil a retirar a su hijo Álvaro, en las cercanías de la Plaza Pedro de Valdivia.
La noticia acribilló el corazón de Pedro de la Barra. Y consecuente a la “Poética” de Aristóteles, el drama tuvo su fin con su deceso.
La catarsis -del teatro que fundó- sigue esperando su rehabilitación de Teatro Nacional de Chile en el año 83 de su fundación.
El país tiene, por estos días, la bandera de la cultura a media asta.
https://lanuevamirada.cl/de-la-barra-el-che-y-la-pasion-de-pensar-en-grande/