Investigo. Leo que la votación fue el 11 de septiembre 1980. Tengo vivo el recuerdo de que era una mañana asoleada y luminosa. Puede que la memoria me esté jugando una mala pasada, aún era invierno, es cierto, pero el día anticipaba la primavera. Yo tenía solo seis años, había nacido en diciembre de 1973 y había vivido hasta entonces con la omnipresente figura de Pinochet, creía que iba a gobernar para siempre y no podía imaginar lo que era una elección, me resultaba algo extraño, incluso exótico.

En casa éramos de oposición, hecho que yo asumía con orgullo como una marca personal, aunque no tenía muy claro en qué consistía ser de oposición aparte de gritar <<¡Y va a caer! ¡Y va a caer!>>, o escuchar cada fin de semana los discos prohibidos de Víctor Jara o Inti Illimani.Era como un juego.

Mi padre me invitó a que lo acompañara a votar al Plebiscito esa mañana. Fuimos al Liceo de Aplicación en avenida Ricardo Cumming, en el centro de Santiago. Conservo esa imagen de los militares en la puerta del recinto vigilándolo, todos con armas de fuego entre sus brazos. Adentro el proceso fue rápido y expedito: a mi padre le pasaron el papel del voto, el cual marcó de pie caminando incluso antes de entrar a la urna, ante la vista de todo el mundo. Se dio media vuelta, lo entregó y nos marchamos

¿Qué votaste? Le pregunté.

Voté No, me respondió con una sonrisa sin atisbo de temor cuando pasábamos al costado de un militar.

Al llegar a casa mi madre había regresado, había ido a votar por su cuenta.

¿Y qué votaste? Le consulté.

Voté en blanco. El papel era transparente y me dio miedo de que pudieran hacerme algo después, contestó.

Pablo Bravo/ junio 2022

 

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