Fue en Isla Negra, el martes 12 de diciembre de 1992, hace 31 años.

Sobre el horizonte se ocultaba el sol. En la playa, más de un millar de hombres y mujeres se habían reunido desde las primeras horas de la tarde frente a esa casa, la casa de Pablo Neruda.

. ¡Neruda, Neruda… el pueblo te saluda! –gritaba la multitud, separada por un cerco de madera de los jardines del poeta. Era el homenaje multitudinario de quienes alguna vez lo siguieron cuando fue candidato a la Presidencia de la República y cedió su lugar a Salvador Allende, en |969. Lo saludaron también cuando obtuvo el Premio Nobel de Literatura, en 1972. Y lloraron con su muerte, el 23 de septiembre de 1973.

Junto a una gran roca, la líder comunista Gladys Marín pronunciaba una emotiva arenga. Evocaba al poeta y exigía que fuera reivindicada su memoria.

Detrás de la multitud, bordeando el mar, medio centenar de policías montados en recias cabalgaduras vigilaban. Algunos jóvenes, desde la multitud, miraban desafiantes a los carabineros y les lanzaban pifias e insultos. Todos mostraban sus rostros descubiertos y ninguno de ellos ocultaba una molotov.

Javier, su esposa y sus dos hijas pequeñas habían viajado a Isla Negra para asistir a esta ceremonia. El poeta y su tercera esposa, Matilde Urrutia, traídos desde el Cementerio General de Santiago, serían sepultados juntos en el jardín de su casa. Y el acto sería encabezado por el Presidente de la República, Patricio Aylwin, máxima autoridad de la democracia restaurada después de los 17 años de la dictadura de Augusto Pinochet.

Cuando el mandatario inició su discurso, una rechifla generalizada surgió de la multitud. ¿Por qué? Porque Aylwin, en su condición de líder de la Democracia Cristiana, fue el interlocutor del Presidente socialista Salvador Allende en los fallidos diálogos para evitar una guerra civil, a mediados de 1973. Fruto de ese acuerdo que no llegó fue el golpe de Estado que culminó con el suicidio de Allende y el bombardeo del Palacio de La Moneda. Ese era el pecado histórico de quien ahora ejercía la primera magistratura del país.

Pero el Presidente Aylwin elevó el tono de su voz y siguió hablando:

– ¡Si, señores, aquí descansan desde ahora los restos de un gran hijo de la Patria…!

La rechifla aumentó su volumen y los carabineros en sus caballos empezaron a moverse en forma amenazante. Javier miró a su alrededor y se sobresaltó. Su esposa Roxana, aquélla a quien conoció a la sombra del “Poema 20”, no estaba. Tampoco sus hijas, María José de nueve años y Javiera, de seis, que ya conocían los versos nerudianos. Sobre las arenas de la playa sólo se veía la multitud y tras ella los carabineros en sus cabalgaduras, como soldados dispuestos al combate.

¿Qué tragedia se desencadenaría junto al mar si un manifestante lanzaba una pedrada a los policías y otros seguían su ejemplo? ¿Quién evitaría un desenlace dramático si los carabineros lanzaban sus caballos contra la multitud para responder a ese ataque? ¿Con cuántos muertos y heridos terminaría este funeral de Pablo Neruda?

Y en medio de estas reflexiones, lo más angustiante era no saber dónde estaban ellas.

Cuando el sol se puso, el Presidente y sus acompañantes se retiraron. La casa del poeta se quedó en silencio, con su campanario, sus mascarones de proa y las colecciones de curiosos objetos que Neruda recogió en sus viajes por el mundo.

Los caballos y sus jinetes se tranquilizaron. La multitud también. Y allá lejos, entre las sombras del crepúsculo, se asomaron Roxana, María José y Javiera, para restaurar la normalidad familiar.

La ceremonia concluyó. Y por fin, 19 años después de su muerte, bajo ese cielo en el que titilaban a lo lejos las primeras estrellas del anochecer, se cumplió aquel deseo de Neruda expresado en su testamento poético:

«Compañeros, enterradme en Isla Negra, frente al mar que conozco».

Enrique Fernández

 

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here