Estoy pasando una mañana maravillosa. Miro mi reloj, es casi mediodía. Reviso en el computador un cuento mío sobre el funeral de un joven, mientras Frank Sinatra desde Spotify da razón de toda mi vida en que I did what I have to do, I did it my way. Y mi hija Rosario limpia la terraza, bota todo lo inservible. Me hago a un lado, silente, tratando de que no me incluya. Como si yo fuera, por ejemplo, un tronco de espinas alejado de la mano de Dios, Pero luego lanza una de sus sonrisas sesgadas y mágicas – de esas que han hecho enloquecer a los hombres – y recupera mis tesoros de hierro: la pala pequeña de tamaño apropiado para las trincheras de la Primera o Segunda Guerra Mundial, ya no recuerdo cual, regalo de mi hermano desde Francia hace treinta, cuarenta años. Más, talvez. Tiene una letra M cerca del mango de hierro que resistió tantas batallas y pienso que tal vez la M sea por la línea Maginot y que se podría escribir una novela sobre esa pala con el palo de madera ya, a estas alturas, abrazado eternamente al hierro enmohecido. Aprisionado. Rosario se anuda el pelo en un moño con esos leves mechones escapándose sutiles, derramados sobre su nuca y recupera mi máquina de varillas para encontrar oro bajo tierra, aquella que casi me hizo rico en Calama, para descubrir, al fin, que se trataba sólo de un bello cuarzo brillante que ahora es mi pisapapeles reinante sobre el gigantesco escritorio de roble que le compré a un vecino en tres chauchas, cuando había chauchas. Rosario tiene en sus manos la virtud de darle vida al hierro de hace cien años y recupera la gigantesca llave de cabeza para extracción de tuercas de 20 pulgadas, seis puntas y de trinquete, que pesa más de cinco kilos, mide más de medio metro y me hace pensar en qué ser humano aseguraría con la sola fuerza de sus músculos las tuercas de los rieles por donde avanzaban trenes cargados de caliche. La robé en la oficina salitrera de Humberstone en 1972, cuando ese sitio – ya entonces olvidado – estaba en manos de un personaje tenebroso que me contaba que cuando niño, en Iquique, nunca había tenido dinero para entrar al cine y que por eso ahora él tenía un cine propio en Humberstone y me obligó a entrar a ver la única película que había, en blanco y negro incomprensible, cortada y rayada hasta la saciedad. Mi temor me obligó a adivinar los diálogos para tratar de construir el argumento, que después el hombrón me hizo relatarle punto por punto, mostrándose admirado al haber visto cientos de veces una película de la que nunca antes había entendido una sola palabra.

Mi hija, con su moño de doncella de ánfora griega ya deshecho, se afana y sigue desenterrando cachivaches. Pone en pie mis tesoros vencidos y contagiados con el terrible virus de las cosas que se dejan para mañana. Como tantos libros que hace mucho tiempo debo ordenar.  Más que limpiar, los pone en pie y les da la orden de resucitar. A la que ellos se apresuran a obedecer, porque mi hija sí sabe dar órdenes y me ha resucitado algunas veces.

De repente aparece en los mensajes recibidos de mi computador una maravilla escrita en viejos caracteres como si hubiera sido enviada desde la primera Underwood que se puso en funcionamiento.  Sin darme cuenta volteo la vista hacia la máquina de escribir mía, otra Underwood que duerme hace años en la repisa a mis espaldas. Lo que recibo es el discurso de Annie Ernaux cuando recibió el Nobel hace unas semanas. Recuerda lo que puso en su diario íntimo hace cinco décadas, cuando aseguró que escribiría para vengar a su raza, de la mano con Rimbaud quien se sintió de raza inferior para toda la eternidad y no sé por qué hoy yo me siento igual. Con sencillez sus palabras se introducen placenteramente en esa parte de mi alma donde alcanzan a resonar pocas cosas, pero con sonido perenne. Las atesoro en mi bolsillo de las cosas impalpables y siento que alguien, ese alguien único, me ha enviado la paloma mensajera de un texto de lectura necesaria y valiente. Sobre todo, necesaria para mí, que ando requerido de abrazos.

En ese mismo instante, mi hija recupera uno de los cactus recogidos en el desierto de Atacama algún domingo de mi vida en Calama, cuando me escapaba luego del almuerzo familiar y me internaba por arenales de hierbas ralas secas como el papel de mi impresora, adivinando huellas inexistentes que siempre imaginé precolombinas. Atravesaba la soledad hasta encontrar el único árbol que me permitía leer la prensa dominical recostado en su tronco, escapando así de las horribles caravanas familiares a tomar helados en la plaza de los pimientos centenarios. El cactus ha crecido como ha podido, abandonado a su seca vida junto a la baranda de mi departamento pero sigue verde a pesar de todo, también silente tronco de espinas alejado de la mano de Dios, sin saber cómo y recibiendo el riego de nadie, creciendo sus capas de paciencia en uno de mis tarros donde recolectaba tipos de tierra tratando de encontrar arenas auríferas, a pesar de que desde mi balcón el desierto está más lejos todavía. Siempre el desierto está lejos, aunque uno viva en sus cercanías.

Con los ojos brillantes, mostrando toda su dedicación al salvataje del hierro de mi vida, Rosario me mira:

–Nació una flor del cactus, color naranja, –dice–. Naranja, ¿te das cuenta? El mismo color de los cojines de tus muebles de hierro.

No tengo más remedio que cerrar los ojos y ver, casi tocar, a mi madre en su terraza con sus muebles de hierro, que ahora son míos. La mesa de hierro donde ella tomaba su té de las cinco de todas las tardes.

–Dura un día. La flor, –dice después Rosario.

Quedo en silencio.

Un día.

Miro ese delicado y recio estallido de pétalos, que ha aparecido como alguien ajeno que entrara por la puerta cerrada. Intento divisar su crecimiento por instantes, flor apurada porque sólo dispone de este día, minutos para estampar su historia. Le lanzo toda la intensidad que pueda saltar desde mis ojos. Desato el reloj de mi muñeca izquierda para que las horas tengan más de sesenta minutos. Que el minutero aminore su traquetear infinito.

Nos quedan las horas de la tarde todavía. Y regreso a la revisión de mi cuento.

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