Nos alegra presentar en la Casa Central de la Universidad de Chile esta nueva edición de “Mi 11 de septiembre, 24 periodistas relatan su vivencia”.

En nombre de todo el equipo editorial de LOM, agradecemos a todas y todos quienes participan de esta presentación, en particular, al presidente de la República, señor Gabriel Boric, a la rectora de la Universidad de Chile, señora Rosa Deves, a la ministra del interior, señora carolina Tohá, al ministro de justicia, señor Luis Cordero, a la ministra de Bienes Nacionales, señora Javiera Toro, a la prorrectora de esta Universidad, señora Alejandra Mizala, a la vicerrectora de Extensión y Comunicaciones, señora Pilar Barba, al Ballet Folclórico de Chile, a Leonardo Cáceres, editor del libro, como a cada una y cada uno de los autores que nos han entregado aquí su testimonio.

Todas las historias aquí reunidas, dan cuenta de aquel fatídico día que inició una larga y pesadillesca noche que aun hoy, 50 años después, marca nuestro cotidiano. Ellas son ejemplo de compromiso con el sentido del deber profesional, de una entrega con el quehacer público, de una ética periodística, rasgos que el golpe civil militar y el modelo económico neoliberal que se instaló luego de ese hecho han mellado de manera significativa.

Esta presentación es una gran ocasión para rendir un homenaje a todas y todos aquellos valientes periodistas; y esta tarde quisiera centrar ese homenaje en la figura de Leonardo Cáceres, quien asumió la iniciativa y la edición de este libro, y quien, junto al periodista Guillermo Ravest y el equipo que permaneció en la Radio Magallanes, transmitió, registró y copio las últimas palabras del presidente Salvador Allende. Para él pido un gran y cariñoso aplauso.

Es notable que, en esos momentos, pese a las amenazas y la violencia de las armas, todas y todos salieron a sus puestos de trabajo a intentar informar y defender el gobierno popular y la democracia. Los discursos del presidente Allende, particularmente sus últimas palabras, cruzan los diversos textos. Me pregunto en el contexto mediático que vivimos, jugando con el tiempo, ¿qué radios podrían hoy transmitir esas últimas palabras? Tal vez solamente las radios universitarias, la Radio Nuevo Mundo… Tanto camino transcurrido, tanto avance tecnológico, y tan poca posibilidad para la diversidad informativa, lo que da cuenta de cuán estrecha es la democracia que tenemos. Desde que los medios de comunicación quedaron supeditados a las manos del mercado, es decir a las grandes empresas que financian la publicidad, la libertad de expresión e información terminó siendo una caricatura más que un verdadero derecho. Una plutocracia más que una democracia reina en el sistema de los medios de comunicación.

Al leer estos relatos, como los de muchos otros de los sobrevivientes de aquellos días, uno no dejar de sorprenderse y sentir espanto por la brutalidad y crueldad que marcó la acción desde el primer momento de la ocupación militar; una acción que, en su lógica de guerra         -palabra que usaron repetidamente los golpistas- no respetó ninguno de los derechos de los “prisioneros de guerra”, y fue totalmente desproporcionada respecto de la capacidad de resistencia de quienes apoyaban el gobierno de la Unidad Popular. Es evidente que no pretendían solo acabar con un gobierno, sino castigar y aplastar de manera aleccionadora toda aspiración y posibilidad de recomposición organizativa de los sectores populares, para poder instalar un nuevo modelo libre de toda resistencia. Esto lo dijo de manera muy lúcida Orlando Letelier unos días antes de ser asesinado en Washington: “La represión para las mayorías y la libertad económica para los pequeños grupos privilegiados son en Chile las dos caras de una misma moneda”.

Y en esta idea refundacional de la dictadura, uno no puede dejar de reconocer un libreto: el bombardeo al palacio de gobierno, La Moneda, la promulgación de los bandos, la quema de libros, los campos de concentración, todo el despliegue del terrorismo de Estado, más tarde la ceremonia de las antorchas en Chacarillas… Pienso entonces en ese libreto y las similitudes con lo que hizo el régimen nazi con la quema del Reichstag, el autodafe de mayo de 1933, las ceremonias con las antorchas y tantos otros hitos simbólicos semejantes. Así, el golpe, la instalación y continuidad de la dictadura, son una sola cosa, donde se trastocan todos los valores y sentidos de la convivencia humana y democrática, y expresa la crueldad sin límites, con sus asesinatos bajo la tortura de hombres y mujeres desarmadas, entre ellas varias con meses de embarazo, lo que se puede llamar el dominio del mal absoluto.

Libros como el que hoy presentamos nos permiten recordar y dimensionar ese hecho y los años que le siguieron. Nos permiten volver a pasar por el corazón a todas y todos aquellos que soñaron y lucharon por una sociedad justa y fraterna, aquellos que resistieron y enfrentaron desde distintos lugares la violencia del Estado.

Sin embargo, estas experiencias, estas memorias, hacen parte de la desmemoria de una parte significativa de nuestra sociedad. Y entonces nos preguntamos, ¿de qué manera establecemos los mínimos civilizatorios de la convivencia democrática? ¿Por qué hemos aceptado que esta memoria sea privativa de los familiares de quienes lucharon y resistieron? Sin duda las respuestas son variadas, pero lo cierto es que el Estado de Chile no ha querido hablar de ello. Durante esta larga postdictadura en las bibliotecas públicas y escolares se “ha evitado”, por no decir censurado, buena parte de los libros relacionados con el golpe y la dictadura, más aún los relacionados con la Unidad Popular, salvo contadas excepciones. Igual cosa ocurre en los programas de educación básica y media. Qué decir de los medios de comunicación, cuya pauta se esmera en criminalizar la protesta social, y que ayer no tuvo reparos en ser cómplice de los horrorosos crímenes de la dictadura -baste recordar las ignominiosas portadas de La Segunda y La Tercera con el caso de los 119 detenidos desaparecidos-, complicidad que a la fecha no ha sido atendida realmente por la justicia, menos por la sociedad. ¿Como significamos o resignificamos entonces ese “Nunca más”, si el negacionismo tiene en gran medida el control de la palabra, ¿y no solo en los mass medias?

Al igual que en países europeos se enseña con franqueza del horror que imperó bajo los nazis, siendo esto parte de los programas de educación, acompañando esa formación con libros y documentales, es fundamental que en Chile todas y todos conozcan, desde la educación misma, lo irrepetible; condenando sin medias tintas lo injustificable, los crímenes de lesa humanidad. Y ello no solamente es importante para construir sentidos de comunidad asentados en el estricto respeto de los derechos humanos, sociales, económicos y culturales, sino también para rendir un justo homenaje y dar dignidad a los que ya no están.

Vivimos un tiempo en que desvergonzadamente, y sin la más mínima ética, la derecha, sus intelectuales y los medios, replican la clásica fórmula de culpabilizar a las víctimas de los crímenes de sus victimarios, como cuando se responsabiliza a las mujeres por las vejaciones a las que son sometidas. Al contrario, es imprescindible resaltar la grandeza y dignidad de todas y todos aquellos que esta historia de horror arrasó. Son ejemplos de entereza, entrega, sentido público para construir país, para crecer y ser ciudadanas y ciudadanos sin limitarse a la estrechez de los intereses individuales. En una sociedad enferma de narcisismo e individualismo, figuras como Salvador Allende, Carlos Berger, Diana Aron, Augusto Carmona, Guillermo Gálvez, José Carrasco, Reinalda del Carmen Pereira, María Cristina López Stewart, Michelle Peña, y tantas y tantos otros, permiten volver a poner como referentes de vida digna no el éxito y el dinero como fin último, sino la justicia, la sororidad y la fraternidad, la libertad y la igualdad. 

Se van a cumplir cincuenta años de aquel aciago suceso que permanece latente y vivo, porque sus consecuencias nos tienen aún cautivos y las padecemos a diario. Si bien hay un sector social que ha perdido la memoria sobre aquellos luctuosos hechos, hay también quienes agazapados esperan que el tiempo, la omisión y el silencio borren todas las huellas, y que sean las nuevas generaciones desmemoriadas e ignorantes las que pongan el punto final a esta historia. Sin embargo, la memoria obstinada fluye, y se nutre de las y los sobrevivientes, como de los espectros de cada uno de ellas y ellos, las y los asesinados, las y los ejecutados, las y los que murieron bajo la tortura, las y los desaparecidos; todas y cada uno de ellos regresan -o tal vez nunca se han ido-, vuelven a nosotros, amorosos, sonrientes, porque le han ganado a la infamia y a la muerte. Y como si fueran la primavera, cada septiembre renacen, transitan nuevamente por nuestras calles y nuestras vidas, y dan nuevos bríos y sentidos a la memoria colectiva que atiza el fuego de la esperanza de una sociedad mejor.

Libros como este guardan esas vidas, esas memorias, esos anhelos de humanidad. Es hora de que, sin temor y con convicción, en las grandes alamedas como en la educación y los medios de comunicación, se pueda honrar dignamente sus memorias y recoger sus ejemplos “para construir una sociedad mejor”.

Para terminar esta intervención, quisiera compartir con ustedes esta breve carta.

“Querido papá:

El domingo en la noche me leyeron la condena que dio el Consejo de Guerra. Pena de muerte.

No quiero que sufran por mí, me iré con ustedes en el corazón. Dile a Verónica que la quiero. Igual a usted y a mamá.

Fernando Moscoso.

Talcahuano, 17 de diciembre de 1973

Que el pueblo no olvide nunca esto” *

Fernando fue detenido por militares el 6 de octubre de 1973 en la fábrica Paños Tomé. Fue condenado a muerte por un Consejo de Guerra y fusilado el 20 de diciembre de 1973.

Estudiaba Ingeniería en ejecución en Madera en la Universidad Técnica del Estado en Concepción. Militaba en el Partido Comunista, tenía 20 años.

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