“Sónar360º by Mediapro” es una cúpula inmersiva donde la audiencia está completamente rodeada por imágenes ysonidos. Credit Cortesía de Sónar+D. Foto de Nerea Coll.

Con las instalaciones artísticas, la ruptura de la cuarta pared en el teatro y las películas 3D o de realidad virtual, el arte y las experiencias culturales en general han vuelto a ser un espacio que nos rodea.

Parecen los canales de Venecia, pero es la plaza España de Barcelona. Estoy en el año 2068, la ciudad se inunda periódicamente a causa de los diversos cambios climáticos y un dron me advierte que debo abandonar esta zona de riesgo. Treinta años antes he visto cómo se había acelerado el deshielo en el Ártico; y en el siguiente salto temporal —esta vez de 25 años— comprobaré que una gran reserva de agua se ha convertido en una tierra yerma.

The Zone of Hope es una experiencia de realidad virtual (RV) —producida por Mediapro para Aigües de Barcelona— que te hace sentir en carne propia las transformaciones del planeta si no disminuimos expeditivamente nuestras emisiones de CO2. Transformado en un avatar, caminas en grupos de cuatro por el futuro para sufrir el calor en tu piel y para ver con tus propios ojos cómo hacemos del planeta Tierra un gran desierto.

“Los lenguajes inmersivos está en plena ebullición y hay una gran demanda, tanto en festivales como en diseño de espacios, de este tipo de formatos”, afirma David Xirau, director de Mediapro Exhibitions. “En nuestra división de diseño, donde buscamos constantemente nuevas estrategias, estamos ensayando con formas artísticas, como las que se ven en nuestra cúpula 360º del festival Sónar, que en el futuro nos permitan encontrar las soluciones narrativas y visuales que buscan nuestros clientes de todo el mundo”.

Atravieso la plaza España —por suerte sequísima y soleada— y entro en el Sónar+D, la enorme sección del célebre festival de música electrónica que escanea en tiempo real las relaciones entre tecnología y artes a través de la inteligencia artificial, la computación cuántica o las variantes de la inmersión. Uno de sus espacios es “Sonar360º by Mediapro”, donde se proyectan producciones de esa compañía global de creación de contenidos innovadores (para plataformas como Amazon, HBO o Netflix). Es la reactualización de los planetarios que nacieron hace un siglo.

Pero en los varios centenares de metros cuadrados que Sónar+D dedica a la inmersión se exploran también otros lenguajes y formatos. Destacan varias películas (o experiencias) para ver (o vivir) con gafas de realidad virtual; obras (o ambientes) en las que el arte se fusiona con el interiorismo, el turismo o el mindfulness; y MK Player360, el primer reproductor-proyector compacto de contenido inversivo 360º en espacios reales, tridimensionales, que acaba de comercializar Broomx, una empresa de esta misma ciudad.

Si la inmersión en un universo ajeno ha sido desde siempre el objetivo del arte, las gafas de realidad virtual materializan una interfaz nueva que es al mismo tiempo una metáfora antigua. La de la mediación o tránsito entre dos dimensiones. La película de realidad virtual con vocación de estrella de esta edición del festival es To the Moon, de Laurie Anderson y Hsin-Chien Huang. Durante quince minutos sobrevuelas la Luna en un vértigo intelectual y sensorial, que incluye cráteres y visiones divinas, basura galáctica y esqueletos de ADN, surfeo sideral e impacto de un objeto en tu casco de astronauta. La hibridación de simulaciones verosímiles con estructuras mitológicas nos recuerda que la realidad virtual no tiene que ser necesariamente redundante, es decir, realista.

Una escena de <em>To the Moon</em>, una película de Laurie Anderson y Hsin-Chien Huang
Credit Cortesía de Sónar+D

Aunque entre las obras más premiadas de los últimos años se encuentren reconstrucciones milimétricas y sobrecogedoras como Carne y Arena (la experiencia en que Alejandro González Iñárritu sumerge al espectador en el cruce ilegal de la frontera entre México y los Estados Unidos) o The Last Goodbye (la película de Gabo Arora en que el espectador acompaña a Pinchas Gutter, superviviente del exterminio nazi, al campo polaco en que asesinaron a sus padres y a su hermana gemela), la capacidad de emocionar, de generar empatía, de conmover, de sumergirte en otro mundo, incluso cuando se trata de historias reales y extremas, se está desplazando —de hecho— hacia fórmulas de apariencia antirrealista.

El impacto en el espectador de finales de la segunda década del siglo XXI de Eva Storiesel relato en primera persona a través de historias de Instagram de una adolescente judía durante los peores años del nazismo, pese a su estética anacrónica, es equiparable al de The Last Goodbye. Y me atrevería a decir que superior a los últimos intentos cinematográficos de narrar uno de los mayores agujeros negros de la historia de la humanidad, que ha agotado las fórmulas narrativas al uso y exige nuevas tácticas, más allá de sumar definición o realismo, para que su representación del horror extremo siga llegando a la conciencia moral —que es, para bien o para mal, también estética— del espectador.

De las experiencias de RV que pudieron verse este año en el otro gran festival barcelonés sobre nuevas narrativas y sus intersecciones con la ciencia y la tecnología, el Kosmópolis del CCCB, la que mejor explica esa capacidad de comunicación profunda de un relato inmersivo abstracto y antirrealista es Zero Days VR, la simulación que te permite navegar por el ciberespacio y ver con tus propios ojos cómo podría ser una guerra protagonizada por virus informáticos, internet como campo de batalla. Ganó un Emmy por su traducción a la realidad gráfica de los ceros y los unos del documental Zero Days, de factura más clásica y —por eso— tal vez con menor fuerza de penetración.

Aunque en las instalaciones como The Zone of Hope y en las zonas con gafas de RV de festivales como Sónar+D o Kosmópolis (por no hablar de los centros comerciales o los domicilios de los propios usuarios) esas experiencias sean individuales, la tendencia —como demostró el fenómeno Pokémon GO— es hacia lo colectivo. El mundo entero se está metamorfoseando en una gran plataforma de inmersión.

“En la mayoría de las experiencias culturales, se está dando un cambio en nuestra posición como lectores, usuarios, espectadores: hasta ahora existía una centralidad, que ocupaba el objeto cultural protagonista, y nosotros sabíamos dónde colocarnos, a qué distancia, siempre en un lugar más o menos pasivo”, dice José Luis de Vicente, comisario de Sónar+D. Pero ahora, en los ámbitos de la realidad virtual y de la realidad aumentada, del teatro inmersivo, de las nuevas formas de entender la experiencia museística o de las proyecciones 360º, se observa “una tendencia general a romper ese paradigma, para entrar en uno nuevo que yo llamaría la lógica cultural de la inmersión”.

Credit Cortesía de Sónar+D. Foto de Sergio Albert

Se trata de un vector que atraviesa transversalmente todas las capas de las vivencias culturales de la actualidad. Los vídeos 360º se han normalizado en las máquinas de los gimnasios y en las páginas de pornografía; y los escape rooms y la realidad aumentada se han vuelto opciones corrientes de ocio. Según De Vicente, se trata de la expansión de la naturaleza del “parque temático en todas sus variantes, incluida la que ha llegado hasta el arte, pienso en Meet Vincent Van Gogh, que se basa en la megapopularización de esa estrategia, que tiene una mina en los artistas marca para participantes que no van a galerías ni a museos de arte contemporáneo”. En el otro extremo del espectro tendríamos las instalaciones inmersivas de los más sofisticados artistas contemporáneos. De Vicente —de hecho— acaba de trabajar con Rafael Lozano-Hemmer en el impresionante proyecto interactivo Atmospheric Memory.

Parece ser que la inmersión ocupa esa zona cada vez más ancha del presente que se va consolidando como futuro. Llevamos seis o siete siglos viviendo en una división entre la vivencia tridimensional de la experiencia cotidiana y la bidimensional de la experiencia de la representación. Entre la vida y el cuadro o la página. Porque la vida siempre ha sido espacial y por tanto inmersiva; y la experiencia diaria tuvo una clara correspondencia con la artística desde las cuevas pintadas en la prehistoria hasta —al menos— las capillas románicas. Pero a partir de la invención de la pintura con perspectiva en el siglo XIV, y hasta las novelas gráficas o YouTube hoy, ha sido evidente el predominio de las superficies bidimensionales, iluminadas e ilusionistas —a su modo: mágicas—.

Con las instalaciones artísticas, la ruptura de la cuarta pared en el teatro, las pantallas y los equipos de sonido envolvente, las películas 3D o de realidad virtual, en unas décadas de proliferación de macrofestivales y de parques temáticos, el arte en particular y las experiencias culturales en general han vuelto a ser un espacio que nos rodea. Por eso, como afirma De Vicente, hemos pasado “de la producción de obras al diseño de experiencias”.

Del cuadro o la pantalla a las imágenes 360º y la realidad virtual hay un salto cuántico, que nos traslada de la ventana a la esfera. Hace dos años, el CEO de Netflix, Reed Hastings, afirmó que el gran competidor de la plataforma no eran Amazon o HBO, sino el sueño. Lo dijo en términos de tiempo y de dinero; pero en realidad, podría haberlo dicho también en clave tecnológica y ontológica. Porque estamos en un momento de transición entre los relatos que exigen una mirada focalizada y los que son una atmósfera; entre las narrativas centradas y las narrativas constelación o archipiélago; entre las que suceden en un único dispositivo, ajeno, y las que nos implican y nos envuelven, como un sueño.

La transición entre la ventana y la esfera nos prepara para el siguiente paso, el del internet de las cosas que nos rodeará como una esfera cotidiana. La inmersión programada y consciente, por tanto, será una experiencia excepcional que nos sacará durante un tiempo limitado de la inmersión total, constante, inconsciente. Solamente desconectaremos de una o de otra durante la horas de sueño. O quizá no.

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