Ahora sucedió en agosto de 2024 en una sala llena de espectadores. Con una escenografía desnuda, acompañados solo por una luz cenital sobre sus protagonistas y sostenida con la voz hablada, interpretada, por cierto. Sin efectos especiales, menos con inteligencia artificial.
Un escritor y siquiatra -Marco Antonio De la Parra- y una periodista de las Artes – Ana Josefa Silva- eran los intérpretes, los protagonistas de una historia. Una obra de teatro o una historia contada desde un libro de José Donoso. O, lo que cada uno, desde el público, podía imaginar.
No había más regla que la misma que había vivido cada uno de los espectadores, en alguna noche de su niñez, antes de dormir, cuando uno de sus padres les leía un texto para el buen soñar. Esa noche, en el teatro, debe haber sucedido, sentido, vuelto a vivir, en cada uno de los presentes. La experiencia del Finis Terrae no permitía quedarse dormidos -¡al contrario!- encantaba con el despertar de las ideas e imágenes escuchadas.
Sentados frente al público, Ana Josefa y Marco, en una mesa estrecha, solo se reconocía una máquina de escribir del siglo pasado. A un costado, una narradora, la actriz, Carolina Araya, acompañada con una luz cenital que caía sobre ella y que se oscurecía cuando terminaba su decir. Al otro lado, sentado también en una mesa pequeña, dos intérpretes, la actriz Valentina Soto y el actor Bastián Jara, que asumían los roles secundarios de la trama y los efectos especiales a través de sonidos onomatopéyicos, de instrumentos pequeños y salidos de sus voces de manera sencilla. Igual cuando contábamos cuentos a nuestros hijos.
Se trataba de la novela de José Donoso, “El Jardín de al lado” -como decía la invitación- de una obra que sucedía, cuando “Julio Méndez, iniciaba su regreso a Chile, un novelista chileno ya en la cincuentena, exiliado en España y obsesionado por un éxito definitivo que no llega, y que se debate entre su ansiedad y sus intuiciones de su propia e inevitable mediocridad.
La adaptación del libro estaba trazada por el talentoso escritor peruano Santiago Roncagliolo y la obra era dirigida por la vidente Verónica Díaz, rectora en jefe para que todos los espectadores, voluntariamente, cayeran en sus redes de gatillar la imaginación de lo que se escuchaba. Todos imaginaban desde el relato y las expresiones de los protagonistas en escena.
(No tengo ninguna duda que José Donoso estaba en escena y se hacía el invisible)
La experiencia vivida obliga a darle una vuelta más a la tuerca del hacer teatral chileno. “La voz hablada”, texto fundacional del teatro criollo, escrita y enseñada por Rubén Sotoconil, en los albores del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, más de ocho décadas atrás, mostró que el teatro había que decirlo de buena manera, bien modulado, sin recovecos de voz engolada, con la credencial de la credibilidad de lo que cada personaje decía.
Sostener el teatro en el teatro de la voz hablada solo requiere de talento y de un abordaje que solo lo da el atrevimiento de romper las reglas de lo establecido. Eso sucedió esa noche en el Finis Terrae. De la Parra, Silva, Araya, Soto y Jara nos hicieron creer por más de una hora que lo que decían -de verdad- estaba sucediendo en nuestro sentir.
Quienes tuvimos el privilegio de conocer el trabajo de Agustín Siré sabemos del valor del teatro de la palabra, él se sostenía solo en la construcción de sus personajes -hablando- por largos pasajes y donde las moscas quedaban cesantes.
“El Jardín de al lado” y la lectura dramatizada tuvieron la gracia de olvidar que los personajes de la trama estaban vestidos igual que los espectadores, que no llevaban maquillaje, que no requerían de una escenografía grandilocuente o de un recurso ficticio.
Y eso es teatro y es una maravilla, que la vida y el mundo existen más allá de la parafernalia. Gran evento, grandes actuaciones, sostenidos en el decir. Una milenaria forma de entender las alegorías, las palabras y las imágenes imaginadas.
De ahí, que resulta inevitable pensar en la necesidad de extender esta función a muchas funciones en las nuevas generaciones, que solo se educan en el vértigo de lo digital y en individualismo del multiverso inventado, donde subyace la violencia por la ternura de las ideas.
El teatro de la palabra tuvo una ceremonia de iniciación en esa noche del 29 de agosto en Teatro Finis Terrae. Bien podría llamarse “El Teatro de al lado”.
Lo que debiera venir es cómo se multiplica, se copia, se imita, se inventa, se recrea, en esta forma simple en hacer dramaturgia para las nuevas generaciones.
“Señores y señoras… ¿Qué hay de comer esta noche?”