NUEVA YORK — Somos una sociedad de lectores. La mayoría de nosotros suele leer algo todos los días: un libro, tuits, un artículo, un mensaje de texto. En el subte o en la calle es frecuente ver a alguien inmerso en un texto. Hay, sin embargo, una diferencia vital entre los lectores de este siglo y los del siglo pasado. Y no es el soporte —la edición impresa del periódico, el Kindle o la pantalla del celular—. El cambio es acaso menos obvio, pero sí decisivo, y ha sido provocado por la irrupción de las redes sociales, los epicentros de la información inmediata e incesante. Ahí, los textos que se leen de manera cotidiana son breves, fugaces y muchas veces impulsados más por el arrebato que por el razonamiento.

Los textos más pausados y pensados, también a menudo más extensos —en los que una tesis se desdobla en párrafos argumentales, ejemplos, estudios, consecuencias lógicas y conclusiones—, no son frecuentes en Twitter y Facebook. Ni los límites de extensión en la primera ni la dinámica en ambas lo permiten.

Y es que las redes obedecen a una lógica de la ocurrencia y no a una de debate sustancial. Hay una paciencia en el desarrollo de los textos de largo aliento (no todos y no siempre) que implica un valioso ejercicio intelectual que corre el riesgo de perderse con la brevedad ingeniosa y la inmediatez que recompensan las redes sociales.

Este no es, o no quiere ser, un lamento nostálgico por el pasado, pero sí un llamado de atención sobre los riesgos que entrañan las formas de comunicación que caracterizan nuestro siglo: la brevedad y la falta de argumentación puede reducir la conversación a una frase tuiteable. ¿Qué peligros hay en una sociedad de lectores de formas tan sucintas, a menudo vehementes y generalmente escasas de argumentos y datos verificados? Los 280 caracteres que permiten los tuits pueden simplificar la complejidad de una reflexión y, por lo tanto, empobrecer el debate público.

Maryanne Wolf, en Reader, Come Home, su estudio reciente sobre la evolución del cerebro del lector en el mundo digital, advierte que las nuevas generaciones de lectores podrían estar atrofiando los procesos cerebrales ligados a leer: capacidad crítica, empatía, reflexión. Esto produce, inevitablemente, un efecto adverso en las sociedades democráticas.

El peligro no es tuitear o leer mensajes de texto, sino reducir nuestra dieta como lectores a los mensajes de las redes sociales. Y ese riesgo no es menor: con ciudadanos menos diestros en la reflexión sustancial se abre el camino a perder la capacidad crítica y la empatía de la que habla Wolf.

Las reglas retóricas en las redes han masificado una tendencia preocupante: el desarrollo de argumentos remplazado por el filo de la condensación, frases muchas veces ingeniosas pero casi siempre vacías o triviales. Si bien ciertas formas literarias —el aforismo, el haiku, el refrán— comparten la forma sucinta, buena parte de los tuits son exabruptos vehementes, públicos y muchas veces anónimos. Es lo que William Shakespeare llamó “el relato de un necio, lleno de sonido y furia, pero sin significado”.

Este fenómeno entraña un fenómeno que debe alertarnos: el prestigio de la labor intelectual se ha erosionado y se ha tendido a desdeñar los ejercicios que implican pensar y argumentar. Ese es justamente el recurso de algunos mandatarios como Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador o Jair Bolsonaro. Estos políticos han sabido entender bien la dinámica del lenguaje de las redes: menos propuestas estructurales y más declaraciones lapidarias. Sus discursos incitan a la reacción irreflexiva y visceral de los ciudadanos y menosprecian la labor analítica de sus críticos, a los que llaman “fifís” o “enemigos del pueblo”. Estos gobernantes populistas se benefician del empobrecimiento del debate público que las redes facilitan: la crítica se debilita, el debate se dispersa. Como el eslogan del franquismo: “¡Muera la inteligencia, viva la muerte!”.

CreditCarolyn Kaster/Associated Press

Esa guerra contra el conocimiento del populismo 2.0 es la que debe mantenernos en guardia como ciudadanos. La salud de las democracias depende en buena medida de la transparencia y disponibilidad de la información, y de la capacidad de los ciudadanos para entenderla y analizarla. Cuando el consumo total de lectura de una sociedad se restringe a frases cortas que circulan por Twitter —cuya eficacia depende no del análisis o veracidad, sino de su ingenio—, esa sociedad se condena no solo a la tiranía de lo superfluo, sino a la del autoritarismo.

Wolf cita al filósofo canadiense Charles Taylor en las conclusiones de su ensayo y advierte que “poseer un lenguaje implica estar continuamente tratando de extender sus poderes de articulación”. Las redes sociales permiten una distribución de la palabra más veloz y eficaz que nunca, pero al mismo tiempo debilitan esos poderes del lenguaje.

En una milagrosa tarde de hace al menos cinco mil años, en cierta región de la antigua Mesopotamia, algún antepasado nos otorgó un instrumento que nos permite convertir nuestras palabras en presencias materiales. Los inventores del arte de la escritura fueron los contables; su propósito era asentar una transacción comercial, la compra o venta de ganado, por ejemplo. Pero muy pronto descubrimos que este invento otorgaba poder a ciertos individuos privilegiados: poder de testimoniar, de argumentar, de convencer y también de mentir.

Al mismo tiempo que la escritura se convirtió en instrumento que funcionaba tanto para informar como para engañar, confirió poder a los contestatarios, críticos e inconformes. Hasta fines del siglo XX, las grandes revoluciones se producían a partir de un libro que argumentaba la necesidad de un cambio. El manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels y La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, entre muchos otros, fomentaron la ruptura del statu quo y llevaron a transformaciones radicales de la sociedad. Estos libros instaron a sus lectores a la reflexión y también a la acción.

Quizás por ello, para impedir posibles brotes revolucionarios, los potentados blancos del sur de Estados Unidos prohibieron a los esclavos aprender a leer. Así de disruptiva es la acción de leer. Aunque en las sociedades occidentales actuales no hay prohibiciones a la lectura, las redes pueden jugar ese papel limitador: al favorecer la concesión y la fugacidad, nuestras maneras de argumentar se sesgan.

Esto no significa que los textos electrónicos no puedan ser utilizados con fines creativos o loables. Las redes sociales han sido una plataforma magnífica para hacer más visibles los activismos medioambientales y sociales. Y en el campo literario, Margaret Atwood inventó en Twitter una forma poética inspirada en los haikus japoneses. No es un asunto maniqueo, las redes pueden ser benéficas en muchos sentidos, pero irreversiblemente empobrecedoras en otros.

La solución no pasa por dejar de informarnos por Twitter o Facebook, pero sí por retomar la lectura: leer ficción, leer periodismo, leer más. Pero no solo eso: debemos evitar la tentación de reproducir la dinámica de las redes sociales que funciona a partir de la indignación y el instinto en los debates de nuestra vida política, económica y social. No debemos replicar los modos de Twitter en nuestra interacción con la realidad. Por el bien de nuestras democracias debemos recuperar los beneficios de la lectura extensa y meditada.

 

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