Patricio Betteo.

BUENOS AIRES, Argentina — La última vez que salí de mi apartamento en el edificio Copan, que es mi hogar cuando estoy en São Paulo, parecía un día como cualquiera pero fue un día como ninguno. Era mediados de marzo y dejé un libro casi por terminar, algunas facturas por pagar y un hermoso cuadro pintado por mi mejor amiga, que estaba a punto de colgar en la pared.

En la planta baja del Copan se veían colas de siempre en el Dona Onça, un restaurante de cocina típica brasileña y había gente paseando a sus perros por el camino que va a la galería de arte Pivô y llega a una panadería moderna. Adolescentes con el pelo teñido de colores se reían en grupos, mientras señores y señoras de cabeza gris tomaban café en la barra del tradicional café Floresta, instalado ahí desde hace más de cuatro décadas, sin perder su público ante el arribo de los cafés “gourmet” que invadieron la ciudad.

No me preocupé por las cosas pendientes porque volvería en un mes. O al menos eso creía, pues esa era la regularidad con la que volvía a casa. Pero si vi a la ciudad desde mi ventana. Recordar más de dos meses después esa imagen me causa dolor, porque la megalópolis de más de 12 millones de personas se ha convertido en el epicentro de la pandemia del coronavirus en Brasil.

Llegué a Buenos Aires, donde trabajo y vivo desde hace cinco años, 24 horas antes de que se cerraran las fronteras. Luego, el presidente Alberto Fernández decretó una cuarentena nacional y se anunció que solo habría vuelos desde Argentina a partir de septiembre.

Pese a que amo esta ciudad, estar en el Copan siempre es una alegría para mí. El edificio tiene hoy más de 5000 habitantes, y hoy la mayoría está dentro de su casa debido a la cuarentena.

Ya no está la movida de la mañana en la panadería, que mezclaba a los que acababan de despertarse y desayunaban con prisa para ir a trabajar con los que amanecieron bailando en las discotecas de la zona, como el Love Story, un clásico de la noche de São Paulo. El café Floresta bajó su cortina de hierro, así como los bares, restaurantes y tiendas que hay alrededor del Copan. Muchos de los locales de ropa, baratijas y peluquerías sufrirán la recesión. Algunos quizás nunca más abrirán.

Pero el Copan seguirá siendo parte de mi vida, como lo ha sido en los últimos treinta años, y también un símbolo de la resiliencia de mi ciudad natal y de los paulistas.

Mi amor por el Copan comenzó a fines de la década de los ochenta o principios de los noventa, cuando practicaba natación en la YMCA, a pocas cuadras de distancia, y tenía amigos de la piscina que vivían en el edificio. El Copan atravesaba en ese entonces un capítulo difícil de su atribulada historia.

Credit…Dado Galdieri para The New York Times

Diseñado por Oscar Niemeyer en la década de 1950, el edificio fue un emblema del optimismo económico y político que reinaba en el país en esa época. Este idilio se rompió en 1964, con la llegada de la dictadura militar a Brasil.

Mientras era construido, se acabó el dinero para seguir con el proyecto original del Copan, que, en una segunda etapa, lo conectaría a un hotel de lujo. El presupuesto no alcanzó para el hotel, así que se entregó esa parte a un banco, que hoy está instalado ahí, en un edificio sin ningún glamour.

El Copan se inauguró oficialmente en 1966, cuando el centro de São Paulo declinaba y el corazón financiero se mudaba a lugares como las avenidas Paulista y Faria Lima. Faltaban ocho años para que yo naciera.

Cuando a fines de mi adolescencia empecé a frecuentar fiestas en el Copan, Brasil vivía el comienzo de una democracia conquistada con mucho esfuerzo y estaba inmerso en una oleada inflacionaria. Su futuro se veía muy incierto.

Credit…Dado Galdieri para The New York Times

Recuerdo que en el Copan había de todo y para todos los gustos: gente que venía del interior a probar suerte en la gran ciudad, estudiantes que empezaban a trabajar, parejas jóvenes y muchos solitarios. Había también apartamentos que funcionaban como burdeles y donde se vendían drogas.

Pero la idea de Niemeyer de que ricos y pobres vivieran en el mismo edificio comenzaba a funcionar. Los apartamentos en los que vivían mis amigos eran, obviamente, los de mediano y bajo costo. Los más caros, con más habitaciones, albergaban a familias más acaudaladas y antiguas, que todavía creían en el encanto perdido del centro de São Paulo.

A finales de los noventa y a principios de la década de 2000, el centro comenzó a ser revitalizado y una mejor administración alejó del Copan la marginalidad, la prostitución y la venta de drogas. También llegaron artistas, periodistas y personajes de la vida cultural e intelectual de São Paulo, atraídos por los costos más bajos que en otras zonas de la ciudad y el espíritu bohemio del lugar.

A su vez, los jóvenes le dieron una nueva cara al centro de São Paulo, revitalizando áreas como la calle Augusta, antes oscura y peligrosa y hoy llena de bares; la Plaza Roosevelt y sus teatros, y, también, el Copan, cuyos apartamentos revalorizaron y pasaron a ser remodelados por decoradores de moda. Aunque en el centro, las diferencias sociales, los limosneros y los adictos a las drogas estén siempre presentes —recordándonos que todavía somos un país muy desigual— la diversidad del Copan le dio al corazón de la ciudad una nueva vida y una imagen progresista al país.

No veía esa variedad de gente en Paraíso, el vecindario de clase media en que crecí. Cuando comencé la universidad no me imaginé que algún día viviría en el Copan. Pero empecé a jugar con la idea cuando comencé a trabajar en un periódico muy cerca de allí y siguió creciendo el número de mis amigos que vivían en el edificio. Un par de décadas después, pienso que era casi mi destino tener mi casita allí.

Con el tiempo todo esto ha convertido al edificio y quienes lo habitan en un símbolo de la resiliencia de São Paulo y los paulistanos. Durante la pandemia del coronavirus, tan mal manejada por el presidente Jair Bolsonaro, el Copan ha sido uno de los lugares que más ha colaborado con los cacerolazos contra el gobierno.

Me duele mucho no estar para ver esta respuesta contra el doble enemigo que aqueja a mi ciudad, tanto este presidente nefasto como la enfermedad.

Pero el Copan ya ha sobrevivido a malos tiempos. Ojalá este también sea pasajero. No es casualidad que Niemeyer lo haya dibujado con forma de curva, quizá una manera de representar sus altibajos.

Credit…Victor Moriyama para The New York Times.

Sylvia Colombo es corresponsal en América Latina del diario Folha de São Paulo.

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