Esta columna la escribí hace 20 años, cuando fue elegido presidente Ricardo Lagos. La leo hoy y veo que nada ha cambiado desde entonces. Solo han aumentado su riqueza y su poder unos pocos. Y sus sirvientes se preparan a perpetuar su dominio. Si estoy vivo en 20 años más, no quisiera escribir esto mismo. Pero para eso debemos actuar: organizarnos, unirnos los que somos independientes de esos poderes.

Chile, entre la inercia y la esperanza

Cuando en las postrimerías de la década de los sesenta, iluminado por el fulgor de las marchas de mayo en París, con música de fondo de Santana y los Beatles, me dedicaba a soñar el mundo del futuro junto a una banda de adolescentes con más acné que barba, me parecía que indefectiblemente el lejano milenio sería un Shangri Lá donde confluiría una mezcla entre revolución socialista e hippismo, una mixtura sincrética entre anarquismo y ordenada voluntad de transformación donde se conjugaran fe y paganismo en un equilibrio tan realista como imposible. Discerníamos en aquel entonces, probablemente ayudados tanto por lecturas asistemáticas de Marcuse, Sartre y de los clásicos, como por los propios deseos utópicos alentados por las primeras libaciones alcohólicas, que el lejano año 2000 sería un punto de inflexión de la historia, y me aterrorizaba pensar que en ese futuro hipotético me empinaría sobre la cuarentena, una edad poco fiable, próxima a los avatares de la felicidad senil y su complacencia permanente. Sería ya en esa fecha un conservador de tomo y lomo, digno de ser defenestrado por las nuevas generaciones. En aquellos sueños veíamos flores, armonía, solidaridad, arte, cultura, conocimiento por doquiera. Pero sobre todo libertad, libertad de pensar, de reír, de imaginar, de amar, de beber, de fornicar. La historia habría de hacerse cargo de estos sueños, como suele acontecer.

La historia habría de hacerse cargo de dejarnos a medio camino – literaria, cinéfila y sociológicamente hablando – entre 1984 de Orwell y 2001 Odisea del espacio de Kubrick, entre el autoritarismo del big brother y la crueldad fría de la inteligencia artificial de Hal; con una larga vivencia de la Naranja mecánica de Burgess, sin poder evitar la visión de los horrores de la película real que habitaba nuestro derredor, con los ojos desorbitadamente abiertos, sostenidos por garras metálicas. A Chile le ha correspondido vivir – en breve plazo, si juzgamos en medidas de tiempo histórico – una serie de experiencias, vivencias, experimentos, que quizás no difieren demasiado de lo que ha ido pasado en el mundo globalizado, pero que han tenido ciertos sellos diferenciadores, ciertos matices especiales, y cierta especial concentración.

En poco más de 30 años, Chile pasó del despertar de trabajadores e intelectuales que protagonizaron –dentro del esquema democrático – transformaciones sociales y económicas de enorme relevancia y de signo progresista (reforma agraria, nacionalización del cobre, entre muchísimas otras), al imperio de una dictadura implacable que exhibió rasgos de crueldad no olvidados, que aún estremecen al mundo personificados en la imagen del sátrapa Pinochet, pero que al mismo tiempo se manifestó visionaria en la aplicación de los nuevos cánones neoliberales a ultranza, y desplazó al país a una posición de mayor desarrollo económico, aunque obviamente con una equidad en abierta declinación. Sin sindicatos, sin organizaciones políticas, contando con un monopolio total del poder, los asesores de los militares impusieron sus reformas sin costos ni oposición. La producción se diversificó efectivamente y Chile abandonó su estructura de monoproductor para convertirse en un proveedor heterogéneo de minerales, frutas, celulosa, maderas, vinos, harina de pescado, salmón, entre otros bienes. La estructura laboral se flexibilizó para favorecer al empresariado. El retorno a la democracia ha sido lento, precario, condicionado a las reglas del juego diseñadas por los militares, los marcos de la constitución son restrictivos y la espada de Damocles pende sobre una democracia feble y tímida. La lucha que dio por tierra con la dictadura sobre la base de la participación popular fue en esencia olvidada a poco andar por los timoneles de la transición, quienes se dieron a la tarea de conducir solos el proceso por senderos estrechos, tortuosos, plenos de condicionantes, sin dar espacio ni menos estimular el accionar de las personas, la “gente” en el lenguaje de la histórica campaña por el NO a la continuidad del régimen opresivo.

Así operan diecisiete años de mordaza y cárcel del periodo dictatorial, y diez de una transición que aún no termina, que alarga su existencia más allá de lo tolerable para una siquis sana. El balance fundamental, a juicio mío, vienen a ser los veintisiete, casi treinta años de silencio social, de soledad, de abandono a la ley de la selva, interrumpidos apenas por los breves paréntesis de la lucha de las masas que sólo tuvieron protagonismo a la hora de dar sus vidas (que no es sólo morir) para devolver la libertad al país, protagonismo que les fue negado a la hora de gobernar.

El silencio y el desarrollo económico desigual se han confabulado para crear existencias más individuales y menos solidarias. El poder del dinero se fue convirtiendo en el rasgo dominante de la sociedad, en el sinónimo público del éxito. El conocimiento vale en cuanto puede transmutarse en riqueza cuantificable; los estudiantes olvidan progresivamente su intención de servicio social para adherirse al ideal del empresario independiente. Los niños abandonan las canicas, el trompo y el volantín, para reemplazarlos por los juegos de vídeo y las figuras de goma de los héroes de los cómics extranjeros. Predominan el exitismo, el amor por el dinero fácil, el hedonismo barato, la superficialidad. El culto al cuerpo y a la belleza – que nada tiene de malo en sí – se constituye la en la liturgia de la publicidad, y constituye el escenario de fondo de la promoción de todos los productos, sobre todo de los más innecesarios, asociando un sentido erótico que se contrapone con la censura rigurosa que afecta al arte. Quien tenga más de treinta y cinco años deberá olvidarse de leer las ofertas laborales de los periódicos, predomina lo joven, lo bello, lo nuevo, se impone de manera subrepticia el desprecio por el conocimiento y la experiencia.

En paralelo, como parte del fenómeno de transformación social, a poco andar del comienzo de la morosa e inconclusa transición, comienza a surgir la teoría y la práctica del consenso como sustento del desarrollo del país. Es casi de mal gusto ostentar diferencias sustantivas en temas políticos, sociales y económicos. En la televisión los panelistas invitados, casi siempre escogidos de entre una lista rigurosamente breve de políticos profesionales – casi nunca intelectuales autónomos e independientes – parecen ser los protagonistas de un juego de travestismo, donde nadie es o actúa como uno podría haber esperado. Sin conocer la historia de cada personaje público, resulta virtualmente imposible reconocer la posición de cada cual, a menos que se trate de un tema candente de derechos humanos, tópico sistemáticamente evitado en aras de la armonía nacional.

Humorísticamente, surge como necesaria la alternativa de hacer una reclasificación política: se fija un día para que todos los militantes tengan la oportunidad de adherirse a un partido que se adapte mejor a su visión política; pero nadie acoge esta propuesta que podría haber acabado a tiempo con la esquizofrenia política. Siguen habiendo izquierdistas con posiciones ultraneoliberales, fascistas que se presentan como centroderecha, centristas que actúan como derechistas consumados o como defensores románticos del estatismo, izquierdistas tan anquilosados que parecen haber dado la vuelta completa al espectro para posicionarse al lado del conservadurismo. Los políticamente inclasificables vienen a ser más bien poco fiables, ése es el único consenso: para la izquierda ortodoxa: traidores o entreguistas; para la centroizquierda: fuentes de potenciales disturbios; para la centroderecha: comunistas encubiertos; para la ultraderecha: terroristas en fase de incubación.

Así, con el paso del tiempo, casi inmediatamente después del fin del gobierno de Pinochet, que es el punto máximo del conflicto, todo tiende a tornarse igual, cada día más indistinguible. Tanto así que a comienzos del 2000 hemos estado a punto de que el electorado – la misma masa que dio por tierra con la opción continuista de la dictadura – devolviera democráticamente el bastón del poder a uno de los más conspicuos colaboradores de Pinochet, ahora convertido en exitoso edil de una comuna rica, el caudillo que levantó su campaña sobre la base de un lavado de imagen de la derecha despojándola de su piel fascistoide a través del ejercicio de una contundente demagogia más allá de cualquier límite ético, sin trepidación alguna, y de un marketing del cambio que arrebató – en una increíble demostración de osadía y oportunismo – a la izquierda sus tradicionales banderas transformadoras. A este punto llegó la indistinguibilidad de las posturas políticas, a confundir incluso a los más pobres, desesperados tanto por su situación actual empeorada por las consecuencias de la crisis, ilusionados por las promesas de mundos mejores, arrastrados por la imagen del éxito televisivo, por la liviandad de los valores públicos distorsionados por la publicidad, más distorsionados todavía por los medios de comunicación (casi un monopolio absoluto de la derecha).

La rebelión frente a este escenario, si bien fue todavía eficaz para enfrentar el enseñoreamiento con el poder de la derecha maquillada, aún es informe, frágil, light utilizando la terminología en boga, para garantizar que la dirección fundamental de los acontecimientos llegue a contradecir la tendencia que sume a Chile, en pocas palabras, en la supremización de lo material y la trivialización o negación de los espacios culturales y reflexivos. ¿Será el país capaz de verse tal como en el deformado espejo de la simplificación y la complacencia?

El golpe de mano de las elecciones recientes, donde la derecha extrema tuvo que retirarse a sus cuarteles después de haber sentido el aroma del triunfo, es un signo esperanzador. El nuevo Presidente deberá saber interpretar este veredicto estrecho, esta última esperanza que ilumina un futuro posible donde el espíritu se imponga a la materia. No hablamos ya de utopías ingenuas, pero sí de personas imaginativas capaces de soñar futuros posibles donde se concilien libertad y cultura, solidaridad y desarrollo, equidad y competencia, progreso reflexión. Ya no somos esos adolescentes alucinados que temían perder la rebeldía, pero tampoco hemos llegado a transformarnos del todo en esos férreos guardianes del orden y del status quo. Todavía es posible preservar del acomodo esos sueños de libertad, empinándonos por sobre la uniformidad gris, la inercia del modelo que se nos impone con una vitalidad tan contundente como ciega, exenta de visiones oníricas, ajena al ejercicio de la imaginación, afincada en el escenario pedestre del más acendrado pragmatismo. Aún, al alba del nuevo milenio, nos movemos en el estrecho margen que existe entre la inercia y la esperanza.

Diego Muñoz Valenzuela

 

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here