BARCELONA — A mediados de marzo, cuando el virus acababa de aterrizar en América Latina, el grupo colombiano Publicaciones Semana anunció que suspendía la edición de la revista Arcadia y despidió a sus máximos responsables, Sara Malagón y Camilo Jiménez. Desde entonces, a causa de la cancelación de publicidad y de la congelación temporal de la industria cultural analógica, en la prensa iberoamericana no han cesado de descender el número de páginas y de recursos dedicados a la cultura.
La crisis ha puesto en evidencia dos hechos incómodos en el ámbito del periodismo cultural. Que los medios —por un lado— dependen excesivamente de los anunciantes y de la agenda de novedades musicales, editoriales, cinematográficas, expositivas o teatrales. Y —por el otro— que los profesionales de la comunicación siguen entendiendo por producción narrativa y artística lo que se calificaba como tal durante el siglo pasado. No se han adaptado a la realidad del siglo XXI.
Por eso durante los últimos meses se ha reducido el espacio cultural en los diarios. Aunque no llegaran nuevos libros a las librerías o no hubiera estrenos en cines y teatros, no se ha detenido la circulación de series de televisión, pódcasts, videojuegos y todo tipo de proyectos de calidad en las plataformas digitales y en las redes sociales. El problema es que las estructuras de muchos medios de comunicación y sus anacrónicas concepciones de lo que es cultura no han permitido que toda esa producción fuera considerada como objeto de análisis o prescripción. Por eso hay que plantear en serio una metamorfosis acelerada del periodismo cultural.
Desde su lenta gestación durante el siglo XVIII hasta la creación en 1902 del Times Literary Supplement, la prensa especializada en cultura fue prácticamente monopolizada por la literatura. Aunque tuvieran presencia en ella, primero, las exposiciones de pintura y los espectáculos de ópera, y durante la segunda mitad del siglo XX los discos o las películas, en su historia siempre han primado las reseñas de libros, las entrevistas a escritores, los cuentos y los ensayos literarios. Esa sobrerrepresentación sigue mermando espacio a los lenguajes que en nuestra época son tan centrales como lo fue antaño la literatura.
No hay más que comparar la desproporcionada atención que ha recibido Pandemic!, de Slavoj Žižek (que en español se ha convertido en un Cuaderno Anagrama), sobre todo por su condición de libro, respecto a otros proyectos creativos coetáneos cuya forma no siempre tiene cabida en las secciones de cultura. Porque no existen las páginas donde se publiquen reseñas de pódcast, de vídeos diseñados para las redes sociales o de fenómenos virales (de hecho, extrañamente, no contamos con ninguna revista en papel centrada en series de televisión en español, mientras que las hay de literatura, cine, caza, pasteles, aeromodelismo o drones).
Pienso, por ejemplo, en tres interesantísimos proyectos recientes de pódcast. Apenas han recibido la atención mediática que merecen ni Biotopía, un experimento de ciencia-ficción de Manuel Bartual —con expansión transmedia—, ni El Hilo, de carácter periodístico, liderado por Silvia Viñas y Eliezer Budasoff, que Radio Ambulante Estudios lanzó en marzo y que —por tanto— hasta el momento ha ido ofreciendo historias vinculadas de un modo u otro con la pandemia. Y XRey, la primera gran producción original de Spotify para España, que enfoca la polémica vida de Juan Carlos I, ha sido noticia sobre todo porque ha usado una inteligencia artificial para reconstruir la voz de Franco y porque va a ser adaptada a televisión.
No existe todavía una crítica sistemática de narrativas sonoras ni de otros lenguajes que ya se han consolidado en las principales redes sociales. Nadie reseña en serio los vídeos que más conversación y tráfico generan en YouTube. O los sofisticados vídeos de humor absurdo que ha colgado Alberto González Vázquez en su cuenta de Instagram durante la cuarentena. O los hilos de Twitter más leídos que se han publicado en los últimos meses. El “bioclassic”, el maravilloso artefacto que ha diseñado Sheila Blanco para comunicar mediante el canto biografías de compositores musicales en redes sociales, sí ha sido noticia, pero no objeto de reflexión.
Todos esos objetos culturales vagamente identificados merecen reseñas y exploraciones críticas de alto nivel analítico, en vez de aparecer con descripciones superficiales en listas temáticas o en las secciones de las páginas webs de los diarios que solo buscan el clic.
Para que puedan recibir la atención que reclaman, es preciso que los periodistas culturales abran su espectro de intereses y reconsideren qué entienden por cultura. La cultura no es lo que a uno le gusta o le interesa. La cultura no es lo que deciden las secciones de cultura o las instituciones. La cultura no está quieta y no para de descolocarnos y de sorprendernos.
Durante la cuarentena nos hemos dado cuenta de que la producción narrativa y artística es imprescindible para nuestro bienestar, nuestro pensamiento, nuestra salud. Hemos necesitado más que nunca tanto las novelas y los cómics de nuestras bibliotecas como las plataformas digitales y ese cosmos paralelo llamado internet.
Los medios deben entender que la cultura no se corresponde con la agenda de novedades de la industria cultural y que el periodismo es —entre muchas otras cosas— una representación del mundo. Un mundo que durante mucho tiempo va a ser analógico y digital, papel y pantalla, clásico y viral. Los periodistas culturales tienen que vencer la inercia del sistema y abrirse a todos los géneros y lenguajes, para que las secciones de cultura den cabida tanto a los lenguajes tradicionales como a las nuevas narrativas digitales. Solo así nuestra profesión seguirá teniendo vigencia y sentido.
Jorge Carrión es escritor y director del máster en Creación Literaria y del posgrado en Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales de la UPF-BSM. Su nuevo libro se titula Lo viral.