Samuel Aranda para The New York Times.

MADRID — Una imagen de tres adolescentes argelinos fue utilizada a principios de mes para responsabilizar a migrantes de los disturbios y saqueos en la ciudad de Logroño, al norte de España. Lo que siguió viene repitiéndose con frecuencia: la fotografía viralizada había sido tomada una década antes en Orán, Argelia, los detenidos por los altercados fueron españoles y el desmentido se perdió en el pozo sin fondo de la desinformación, donde la verdad rara vez recupera el terreno perdido.

Utilizando las redes sociales como plataforma y la libertad de expresión como coartada, manipuladores en serie fomentan el odio hacia minorías, ponen en riesgo la salud pública, desgastan la confianza en procesos democráticos y alimentan populismos.

La mentira llega hoy más lejos, más rápido y a más gente que nunca. Combatirla requerirá nuevas armas, pero diferentes a las que están proponiendo gobiernos, como el de España.

Las autoridades españolas aseguran que es precisamente su devoción por la verdad lo que ha inspirado su comisión encargada de supervisar las redes, con el objetivo de buscar noticias falsas y dar una “respuesta política”. La lucha contra la desinformación arranca pues con la falsa premisa de que quienes ocupan el poder pueden ser jueces imparciales en la separación de información legítima y manipulación.

España tiene una relación disfuncional con la libertad de expresión desde el final de la dictadura, en la década de los setenta. Leyes desfasadas siguen persiguiendo la ofensa religiosa, conceden una protección impropia de una democracia a la monarquía y han llevado ante la justicia a cantantes, actores o humoristas por contenidos que se presuponen de ficción. A la vez, supuestos medios de comunicación que promueven la xenofobia, tergiversan y hacen negocio explotando el fanatismo operan con total impunidad.

La pandemia ha sido un festín para los propagadores de falsedades. Entre las más de 800 mentiras sobre el virus desmentidas por el medio Maldita.es, un sitio dedicado a la verificación de datos, se incluyen delirantes teorías antivacunas del cantante Miguel Bosé, falsas recetas que recomiendan el enjuague bucal para combatir la COVID-19 e imágenes de maniquíes presentados como pacientes reales. Muchas de esas informaciones son fácilmente desechables, pero otras, convenientemente disfrazadas de periodismo, confunden incluso a los ciudadanos mejor informados.

Portales de extrema derecha surgidos en los últimos años han disparado sus audiencias publicando noticias reales e inventadas de delitos cometidos exclusivamente por inmigrantes. Nadie podría culpar a sus lectores de creer que España vive una ola de crimen; a pesar de ser uno de los más seguros del mundo; que los extranjeros suponen una grave amenaza, aunque tres de cada cuatro delitos en el país son cometidos por españoles; o que la inmigración perjudica la economía nacional, cuando datos, expertos e informes indican lo contrario.

Algo parecido ocurre con la información política, donde las noticias falsas, los vídeos manipulados y los datos alterados son propagados masivamente con el objetivo de incrementar la polarización y convertir a quien disiente en el enemigo. Es una práctica de alcance global cuyas consecuencias van desde convencer a millones de personas de que la derrota electoral de su candidato fue amañada, como ocurre estos días en Estados Unidos, al genocidio. Una campaña de desinformación en Facebook, que incluyó la noticia falsa sobre una violación, degeneró en la limpieza étnica de los rohinyás en Myanmar.

España vive una profunda fractura social y política que la hace especialmente vulnerable a confabulaciones partidistas. Es necesaria una respuesta a tiempo que incluya programas educativos —¿cómo hacer llegar los hechos a quienes no están interesados en ellos o no saben diferenciarlos de lo bulos?—, reformas legislativas para dotar a los jueces de más herramientas y la recuperación de la confianza de los ciudadanos en un periodismo que se ha ganado su descrédito.

La debilidad de la prensa española después de trece años de imparable crisis, donde las redacciones han sido diezmadas y las normas éticas condicionadas por la supervivencia, sitúa a sus medios entre los menos fiables del mundo. Sus ataduras con el poder económico, la falta de separación entre opinión e información o la militancia en favor de partidos políticos dejan a los ciudadanos escasas opciones de informarse a través de fuentes independientes. La línea que separa a la prensa tradicional de los contaminadores de información nunca fue tan fina.

La pandemia presentó a los medios una oportunidad única para romper con su tradicional partidismo y recuperar la confianza de los ciudadanos, pero una mayoría optó por reforzar su militancia ideológica. Madrid es un claro ejemplo, con una prensa dividida casi sin matices entre fervientes críticos del presidente socialista Pedro Sánchez o de la líder conservadora de la región, Isabel Díaz Ayuso, a pesar de la deficiente gestión de ambos.

Los medios han reaccionado con justificado recelo a las iniciativas gubernamentales para supervisar su trabajo o las redes sociales, pero no han ofrecido una alternativa a su crisis de credibilidad. Una fuerte resistencia a la autocrítica impide cualquier iniciativa de autorregulación. Los códigos deontológicos y los supervisores de las asociaciones de prensa han resultado hasta ahora inútiles. Si médicos, abogados o arquitectos pueden perder su licencia cuando ejercen sus profesiones negligentemente, ¿por qué no los periodistas?

Mientras se refuerzan las herramientas legales para que los jueces puedan actuar con más contundencia contra los manipuladores y los propios periodistas se deciden a tomar medidas contra quienes desprestigian a toda la profesión, la solución a largo plazo pasa por las escuelas. Rechazar los rumores, elegir las fuentes adecuadas y cuestionarse el sesgo de las noticias solían ser cometidos reservados a periodistas. Las redes sociales, al extender la capacidad de difusión a cada ciudadano, amplían esa responsabilidad a todos.

La oferta de desinformación solo se reducirá cuando se frene la demanda. La escuela es el punto de partida para crear una ciudadanía con suficiente espíritu crítico y formación como para rechazar la mentira, incluso cuando es inconveniente, se adapta a nuestros prejuicios o desearíamos que fuera verdad. Cursos específicos deben enseñar a las nuevas generaciones a identificar la manipulación informativa.

Una primera lección debería recordar que la libertad de expresión, esgrimida como justificante para difundir falsedades, no es absoluta y tiene sus límites en el respeto de otros derechos fundamentales, incluida la no discriminación por religión, raza o pensamiento.

David Jiménez (@DavidJimenezTW) es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here