En su libro Los Amnésicos, la historiadora alemana Géraldine Schwarz  se introduce en la Alemania nazi como quien disecciona las partes de un cuerpo dispuesto para la autopsia. Con el rigor del que no busca excusas, va narrando los hechos a través de la historia de su propia familia, la que por tener origen germánico “puro” no fue víctima del genocidio del Tercer Reich y pudo sobrevivir sin mayores sobresaltos salvo  los que produjeron las distintas crisis económicas, tanto en la pre como en la post guerra. El ejercicio de Shwarz resulta muy interesante por varias razones, pero quiero rescatar dos:  porque a pesar de que han transcurrido más de siete décadas, ella insiste en la necesidad de mantener la memoria al día,  y porque en su ensayo  utiliza un término que aunque no tiene sinónimo en castellano, sintetiza y describe magistralmente a un grupo de personas -probablemente una gran mayoría- que optaron por la negación y “se dejaron llevar por la corriente”: los mitläufer, aquellos  que prefirieron la venda en los ojos sabiendo que los tenían vendados antes que levantar la voz. Miedo, indolencia, hipocresía social, todas las anteriores.

Esta semana, cuando se cumple un nuevo aniversario del 11 de septiembre de 1973, pienso en todos los mitläufer chilenos que se acomodaron a las circunstancias sin cuestionarlas, llevando los ojos hacia el lado contrario de las murallas convertidas en paredones y que optaron por ver bolsas de basuras apiladas donde en realidad había cadáveres amontonados. ¿Qué tan responsables fueron con su silencio? ¿Dónde empieza y dónde termina la complicidad de quien decide no saber, no preguntar y levantar la vista hacia el Cielo cuando el terror se está viviendo en la tierra? Los mitläufer criollos no andaban vestidos de uniforme, no mataron ni torturaron ni hicieron desaparecer a nadie; tampoco ocuparon cargos de poder en la dictadura. Vivieron como si nada pasara, a pesar de que estaba pasando todo. Iban a sus trabajos, se reunían con amigos, celebraban la apertura de centros comerciales con nombres de babosas de jardín, comulgaban los domingos, escribían notas rosas en diarios, cargaban micrófonos de televisión o grabadoras de radio, aplaudían con pies y manos la venida del cantante de moda del momento, se compraban autos, adquirían su primera casa o la segunda, iban al Estadio Nacional a ver los clásicos, y pasaban raudos por los costados del Mapocho sin mirar qué llevaba la corriente del agua.

Insisto en preguntar ¿qué tan cómplices fueron los que no hicieron nada más que vivir sin tomar partido? Según Géraldine Schwarz los monstruos suelen ser pocos, también los verdugos. No así los  los indiferentes, quienes con su conducta impasible pueden colaborar en poner los cimientos más firmes en los cuales se afinca el horror.

Vivir sin tomar partido se parece mucho a esas casas que, aunque vividas, siempre lucen como habitadas  solo por el moho. No escoger, que escojan otros; no optar, que opten otros; no decepcionar, que se decepcionen otros, ignorando que no hay piedad en la decepción.

Los mitläufer chilenos no se han extinguido, están  aquí.

Les incomoda la memoria porque no tienen nada que decir de ella; les aburre el conflicto porque exige decidir en qué lado de la vereda hay que ponerse y prefieren caminar por la calle ancha que no ofrece obstáculos aparentes; no apuestan por nada porque en ganar o perder existe riesgo y ellos no arriesgan, y suelen confundirse con la estética y la ética, abrigándose en la primera aunque el Sol ande incendiando el cemento.

Es 11 de septiembre una vez más y muchos y muchas siguen siendo los mismos.

Alejandra Jorquera

Periodista

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